La
Eucaristía, misterio de fe y amor
Resumen
literal de una homilía de san Josemaría un Jueves Santo. Es Cristo que pasa, 83
- 94
“La víspera de la fiesta solemne de la Pascua, sabiendo Jesús
que era llegada la hora de su tránsito de este mundo al Padre, como hubiera
amado a los suyos que vivían en el mundo, los amó hasta el fin”… Es un
preámbulo tiernamente afectuoso, paralelo al que recoge en su relato San Lucas:
“ardientemente, afirma el
Señor, he deseado comer este cordero, celebrar esta Pascua con vosotros,
antes de mi Pasión”. Comencemos por pedir desde ahora al Espíritu Santo
que nos prepare, para entender cada expresión y cada gesto de Jesucristo:
porque queremos vivir vida sobrenatural, porque el Señor nos ha manifestado su
voluntad de dársenos como alimento del alma, y porque reconocemos que sólo El
tiene “palabras de vida eterna”.
La fe nos hace confesar con Simón Pedro: “nosotros hemos creído y conocido que tú
eres el Cristo, el Hijo de Dios”. Y es esa fe, fundida con nuestra
devoción, la que en esos momentos trascendentales nos lleva a imitar la audacia
de Juan: acercarnos a Jesús y recostar la cabeza en el pecho del Maestro, que
amaba ardientemente a los suyos y —acabamos de escucharlo— los iba a amar hasta
el fin.
Todos los modos de decir resultan pobres, si pretenden
explicar, aunque sea de lejos, el misterio del Jueves Santo. Pero no es difícil
imaginar en parte los sentimientos del Corazón de Jesucristo en aquella tarde,
la última que pasaba con los suyos, antes del sacrificio del Calvario.
Considerad la experiencia, tan humana, de la despedida de dos
personas que se quieren. Desearían estar siempre juntas, pero el deber —el que
sea— les obliga a alejarse. Su afán sería continuar sin separarse, y no pueden.
Lo que nosotros no podemos, lo puede el Señor. Jesucristo,
perfecto Dios y perfecto Hombre, no deja un símbolo, sino la realidad: se queda
Él mismo. Irá al Padre, pero permanecerá con los hombres. No nos legará un
simple regalo que nos haga evocar su memoria, una imagen que tienda a
desdibujarse con el tiempo, como la fotografía que pronto aparece desvaída,
amarillenta y sin sentido para los que no fueron protagonistas de aquel amoroso
momento. Bajo las especies del pan y del vino está Él, realmente presente: con
su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad.
Es preciso adorar devotamente a este Dios escondido: es el
mismo Jesucristo que nació de María Virgen; el mismo que padeció, que fue
inmolado en la Cruz; el mismo de cuyo costado traspasado manó agua y sangre.
Este es el sagrado convite, en el que se recibe al mismo
Cristo; se renueva la memoria de la Pasión y, con Él, el alma trata íntimamente
a su Dios y posee una prenda de la gloria futura. La liturgia de la Iglesia ha
resumido, en breves estrofas, los capítulos culminantes de la historia de
ardiente caridad, que el Señor nos dispensa.
El Dios de nuestra fe no es un ser lejano, que contempla
indiferente la suerte de los hombres: sus afanes, sus luchas, sus angustias. Es
un Padre que ama a sus hijos hasta el extremo de enviar al Verbo, Segunda
Persona de la Trinidad Santísima, para que, encarnándose, muera por nosotros y
nos redima. El mismo Padre amoroso que ahora nos atrae suavemente hacia Él,
mediante la acción del Espíritu Santo que habita en nuestros corazones.
La alegría del Jueves Santo arranca de ahí: de comprender que
el Creador se ha desbordado en cariño por sus criaturas. Nuestro Señor
Jesucristo, como si aún no fueran suficientes todas las otras pruebas de su
misericordia, instituye la Eucaristía para que podamos tenerle siempre cerca y
—en lo que nos es posible entender— porque, movido por su Amor, quien no
necesita nada, no quiere prescindir de nosotros.
La Trinidad se ha enamorado del hombre, elevado al orden de
la gracia y hecho “a su imagen y
semejanza”; lo ha redimido del pecado —del pecado de Adán que sobre toda su
descendencia recayó, y de los pecados personales de cada uno— y desea vivamente
morar en el alma nuestra: “el que
me ama observará mi doctrina y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos
mansión dentro de él”.
Esta corriente trinitaria de amor por los hombres se perpetúa
de manera sublime en la Eucaristía… La
Trinidad entera actúa en el santo sacrificio del altar. Por eso me gusta tanto
repetir… ”Por Jesucristo, Señor
Nuestro, Hijo tuyo —nos dirigimos
al Padre—, que vive y reina contigo
en unidad del Espíritu Santo, Dios, por todos los siglos de los siglos. Amén.
En la Misa, la plegaria al Padre se hace constante. El
sacerdote es un representante del Sacerdote eterno, Jesucristo, que al mismo
tiempo es la Víctima. Y la acción del Espíritu Santo en la Misa no es menos
inefable ni menos cierta. “Por la
virtud del Espíritu Santo, escribe San Juan Damasceno, se efectúa la conversión del pan en el
Cuerpo de Cristo”.
Toda la Trinidad está presente en el sacrificio
del Altar. Por voluntad del Padre, cooperando el Espíritu Santo, el Hijo se
ofrece en oblación redentora. Aprendamos a tratar a la Trinidad Beatísima, Dios
Uno y Trino: tres Personas divinas en la unidad de su substancia, de su amor,
de su acción eficazmente santificadora.
La Misa —insisto— es acción divina, trinitaria, no humana. El
sacerdote que celebra sirve al designio del Señor, prestando su cuerpo y su
voz; pero no obra en nombre propio, sino in
persona et in nomine Christi, en la Persona de Cristo, y en nombre de
Cristo.
El amor de la Trinidad a los hombres hace que, de la
presencia de Cristo en la Eucaristía, nazcan para la Iglesia y para la
humanidad todas las gracias. Este es el sacrificio que profetizó Malaquías: “desde la salida del sol hasta el ocaso
es grande mi nombre entre las gentes; y en todo lugar se ofrece a mi nombre un
sacrificio humeante y una oblación pura”. Es el Sacrificio de Cristo,
ofrecido al Padre con la cooperación del Espíritu Santo: oblación de valor
infinito, que eterniza en nosotros la Redención, que no podían alcanzar los
sacrificios de la Antigua Ley.
La Santa Misa nos sitúa de ese modo ante los misterios
primordiales de la fe, porque es la donación misma de la Trinidad a la Iglesia.
Así se entiende que la Misa sea el centro y la raíz de la vida espiritual del
cristiano. Es el fin de todos los sacramentos. En la Misa se encamina hacia su
plenitud la vida de la gracia, que fue depositada en nosotros por el Bautismo,
y que crece, fortalecida por la Confirmación.
“Cuando participamos de la Eucaristía, escribe San Cirilo de
Jerusalén, experimentamos la espiritualización deificante del Espíritu
Santo, que no sólo nos configura con Cristo, como sucede en el Bautismo, sino
que nos cristifica por entero, asociándonos a la plenitud de Cristo Jesús”.
La efusión del Espíritu Santo, al cristificarnos, nos lleva a
que nos reconozcamos hijos de Dios. El Paráclito, que es caridad, nos enseña a
fundir con esa virtud toda nuestra vida; y “consummati
in unum”, hechos una sola cosa con Cristo, podemos ser entre los hombres lo
que San Agustín afirma de la Eucaristía: “signo
de unidad, vínculo del Amor”.
Vivir la Santa Misa es permanecer en oración continua;
convencernos de que, para cada uno de nosotros, es éste un encuentro personal
con Dios: adoramos, alabamos, pedimos, damos gracias, reparamos por nuestros pecados,
nos purificamos, nos sentimos una sola cosa en Cristo con todos los cristianos.
Todos los cristianos, por
la Comunión de los Santos, reciben las gracias de cada Misa, tanto si se
celebra ante miles de personas o si ayuda al sacerdote como único asistente un
niño, quizá distraído. En cualquier caso, la tierra y el cielo se unen para
entonar con los Ángeles del Señor: “Sanctus,
Sanctus, Sanctus...”
Yo aplaudo y ensalzo con
los Ángeles: no me es difícil, porque me sé rodeado de ellos, cuando celebro la
Santa Misa. Están adorando a la Trinidad. Como sé también que, de algún modo,
interviene la Santísima Virgen, por la intima unión que tiene con la Trinidad
Beatísima y porque es Madre de Cristo, de su Carne y de su Sangre: Madre de
Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre. Jesucristo concebido en las
entrañas de María Santísima sin obra de varón, por la sola virtud del Espíritu
Santo, lleva la misma Sangre de su Madre: y esa Sangre es la que se ofrece en
sacrificio redentor, en el Calvario y en la Santa Misa.
Asistiendo a la Santa Misa, aprenderéis a tratar a cada una
de las Personas divinas: al Padre, que engendra al Hijo; al Hijo, que es
engendrado por el Padre; al Espíritu Santo que de los dos procede. Tratando a
cualquiera de las tres Personas, tratamos a un solo Dios; y tratando a las
tres, a la Trinidad, tratamos igualmente a un solo Dios único y verdadero. Amad
la Misa, hijos míos, amad la Misa. Y comulgad con hambre, aunque estéis
helados, aunque la emotividad no responda: comulgad con fe, con esperanza, con
encendida caridad.
El amor a Cristo, que se ofrece por nosotros, nos impulsa a
saber encontrar, acabada la Misa, unos minutos para una acción de gracias
personal, íntima, que prolongue en el silencio del corazón esa otra acción de
gracias que es la Eucaristía.
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