El valor salvífico del dolor
Resumen literal de la Carta apost Salvifici doloris, Juan Pablo II, 11-II-1984.
«Suplo en mi
carne —dice el apóstol Pablo, indicando el valor salvífico del sufrimiento—
lo que falta a las tribulaciones de
Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia» (…) «Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros». La alegría
deriva del descubrimiento del sentido del sufrimiento.
(…)
El tema del sufrimiento… es un tema universal que acompaña al hombre a lo largo
y ancho de la geografía... El sufrimiento es algo todavía más amplio que
la enfermedad, más complejo y a la vez aún más profundamente enraizado en la
humanidad misma.
La Sagrada Escritura es un gran libro sobre el
sufrimiento… El Antiguo Testamento… une con frecuencia los sufrimientos
«morales» con el dolor de determinadas partes del organismo: de los huesos, de
los riñones, del hígado, de las vísceras, del corazón. En efecto, no se puede
negar que los sufrimientos morales tienen también una parte «física» o
somática, y que con frecuencia se reflejan en el estado general del organismo.
Se
puede decir que el hombre sufre, cuando experimenta cualquier mal (…) Así pues, la realidad del
sufrimiento pone una pregunta sobre la esencia del mal: ¿qué es el mal?
(…)
La respuesta cristiana a esa pregunta es distinta de la que dan algunas
tradiciones culturales y religiosas, que creen que la existencia es un mal del
cual hay que liberarse. El cristianismo proclama el esencial bien de la
existencia y el bien de lo que existe, profesa la bondad del Creador y proclama
el bien de las criaturas. El hombre sufre a causa del mal, que es una cierta
falta, limitación o distorsión del bien… del que él no participa, del cual es
en cierto modo excluido o del que él mismo se ha privado.
Dentro
de cada sufrimiento experimentado por el hombre… aparece inevitablemente la
pregunta: ¿por qué? Esta es una pregunta difícil, como lo es otra…
la que se refiere al mal: ¿Por qué el mal? ¿Por qué el mal en el mundo?
En el libro de Job la pregunta ha encontrado su
expresión más viva. Es conocida la historia de este hombre justo, que sin
ninguna culpa propia es probado por innumerables sufrimientos. Pierde sus
bienes, los hijos e hijas, y finalmente él mismo padece una grave enfermedad.
En esta horrible situación se presentan en su casa tres viejos amigos, los
cuales —cada uno con palabras distintas— tratan de convencerlo de que, habiendo
sido afectado por tantos y tan terribles sufrimientos, debe haber cometido
alguna culpa grave. En efecto, el sufrimiento —dicen— se abate siempre
sobre el hombre como pena… es mandado por Dios que es absolutamente justo y
encuentra la propia motivación en la justicia.
Job, sin embargo… es consciente de no haber merecido
tal castigo... Al final Dios mismo reprocha a los amigos de Job por sus
acusaciones y reconoce que Job no es culpable. El suyo es el sufrimiento de un
inocente; debe ser aceptado como un misterio que el hombre no puede comprender
a fondo con su inteligencia.
En los sufrimientos infligidos por Dios al Pueblo
elegido está presente una invitación de su misericordia, la cual corrige para
llevar a la conversión: «Los castigos no
vienen para la destrucción sino para la corrección de nuestro pueblo».
Pero para poder percibir la verdadera respuesta al
«por qué» del sufrimiento, tenemos que volver nuestra mirada a la revelación
del amor divino, fuente última del sentido de todo lo existente… Cristo nos
hace entrar en el misterio y nos hace descubrir el «por qué» del sufrimiento,
en cuanto somos capaces de comprender la sublimidad del amor divino.
Precisamente por medio de su cruz debe cumplir la
obra de la salvación. Esta obra, en el designio del amor eterno, tiene un
carácter redentor. Por eso Cristo reprende severamente a Pedro, cuando quiere
hacerle abandonar los pensamientos sobre el sufrimiento y sobre la muerte de
cruz y cuando el mismo Pedro, durante la captura en Getsemaní, intenta
defenderlo con la espada, Cristo le dice: «Vuelve tu espada a su lugar... ¿Cómo van a cumplirse las Escrituras, de que así conviene que sea?». Y
además añade: «El cáliz que me dio mi
Padre, ¿no he de beberlo?».
Cristo sufre voluntariamente y sufre inocentemente. Acoge con su sufrimiento aquel interrogante que,
puesto muchas veces por los hombres, ha sido expresado, en un cierto sentido,
de manera radical en el Libro de Job… Cristo da la respuesta al interrogante
sobre el sufrimiento y sobre el sentido del mismo...
La cruz de Cristo arroja de modo muy penetrante luz
salvífica sobre la vida del hombre y, concretamente, sobre su sufrimiento,
porque mediante la fe lo alcanza junto con la resurrección: el misterio
de la pasión está incluido en el misterio pascual. Los testigos de la pasión de
Cristo son a la vez testigos de su resurrección.
Cristo ha obrado con su sufrimiento la redención del
mundo. Al mismo tiempo, esta redención, aunque realizada plenamente con el
sufrimiento de Cristo, vive y se desarrolla a su manera en la historia del
hombre. Vive y se desarrolla como cuerpo de Cristo, o sea la Iglesia, y en esta
dimensión cada sufrimiento humano, en virtud de la unión en el amor con Cristo,
completa el sufrimiento de Cristo. Lo completa como la Iglesia completa la
obra redentora de Cristo.
El sufrimiento… es un bien ante el cual la Iglesia se
inclina con veneración, con toda la profundidad de su fe en la redención. Se
inclina, juntamente con toda la profundidad de aquella fe, con la que abraza en
sí misma el inefable misterio del Cuerpo de Cristo.
Es ante todo consolador —como es evangélica e
históricamente exacto— notar que al lado de Cristo, en primerísimo y muy destacado
lugar junto a Él está siempre su Madre Santísima por el testimonio ejemplar que
con su vida entera da a este particular Evangelio del sufrimiento. En
Ella los numerosos e intensos sufrimientos se acumularon en una tal conexión y
relación, que si bien fueron prueba de su fe inquebrantable, fueron también una
contribución a la redención de todos.
Cristo no escondía a sus oyentes la
necesidad del sufrimiento. Decía muy claramente: «Si alguno quiere venir en pos de
mí... tome cada día su cruz» (…) La senda que lleva al Reino de los
cielos es «estrecha y angosta», y Cristo la contrapone a la senda «ancha
y espaciosa» que, sin embargo, «lleva a la perdición». Varias veces
dijo también Cristo que sus discípulos y confesores encontrarían múltiples
persecuciones; esto —como se sabe— se verificó no sólo en los primeros
siglos de la vida de la Iglesia bajo el imperio romano, sino que se ha
realizado y se realiza en diversos períodos de la historia y en diferentes
lugares de la tierra, también en nuestros días.
El Evangelio del sufrimiento habla ante todo… del
sufrimiento «por Cristo», «a causa de Cristo»… «Si el mundo os aborrece, sabed
que me aborreció a mí primero que a vosotros... No es el siervo mayor que su
señor. Si me persiguieron a mí, también a vosotros os perseguirán... Pero todas
estas cosas las harán con vosotros por causa de mi nombre…». «Esto
os lo he dicho para que tengáis paz en mí; en el mundo habéis de tener
tribulación; pero confiad: yo he vencido al mundo».
A través de los siglos y generaciones se ha constatado
que en el sufrimiento se esconde una particular fuerza que acerca interiormente
el hombre a Cristo, una gracia especial. A ella deben su profunda
conversión muchos santos, como por ejemplo San Francisco de Asís, San Ignacio
de Loyola, etc. Fruto de esta conversión es no sólo el hecho de que el hombre
descubre el sentido salvífico del sufrimiento, sino sobre todo que en el
sufrimiento llega a ser un hombre completamente nuevo. Halla como una nueva
dimensión de toda su vida y de su vocación.
El divino Redentor quiere penetrar en el ánimo de todo
paciente a través del corazón de su Madre Santísima, primicia y vértice de
todos los redimidos. Como continuación de la maternidad que por obra del
Espíritu Santo le había dado la vida, Cristo moribundo confirió a la siempre
Virgen María una nueva maternidad —espiritual y universal— hacia todos
los hombres, a fin de que cada uno, en la peregrinación de la fe, quedara,
junto con María, estrechamente unido a Él hasta la cruz, y cada sufrimiento,
regenerado con la fuerza de esta cruz, se convirtiera, desde la debilidad del
hombre, en fuerza de Dios.
La parábola del buen Samaritano pertenece al Evangelio
del sufrimiento. Indica, en efecto, cuál debe ser la relación de cada uno de
nosotros con el prójimo que sufre. No nos está permitido «pasar de largo», con
indiferencia, sino que debemos «pararnos» junto a él. Buen Samaritano es todo
hombre, que se para junto al sufrimiento de otro hombre de cualquier género
que ése sea. Esta parada no significa curiosidad, sino más bien disponibilidad
(…) Por consiguiente, es en definitiva buen Samaritano el que ofrece ayuda
en el sufrimiento, de cualquier clase que sea. Ayuda, dentro de lo posible,
eficaz. En ella pone todo su corazón y no ahorra ni siquiera medios materiales.
La revelación por parte de Cristo del sentido
salvífico del sufrimiento no se identifica de ningún modo con una actitud de
pasividad. Es todo lo contrario. El Evangelio es la negación de la
pasividad ante el sufrimiento…
Esta parábola entrará… en aquellas desconcertantes
palabras sobre el juicio final: «Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión
del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve
hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; preso, y
vinisteis a verme».
En el programa mesiánico de Cristo, que es a la vez el
programa del reino de Dios, el sufrimiento está presente en el mundo
para provocar amor, para hacer nacer obras de amor al prójimo, para transformar
toda la civilización humana en la «civilización del amor».
Cristo al mismo tiempo ha enseñado al hombre a
hacer bien con el sufrimiento y a hacer bien a quien sufre.
(…) Pedimos a todos los que sufrís, que nos ayudéis.
Precisamente a vosotros, que sois débiles, pedimos que seáis una fuente de
fuerza para la Iglesia y para la humanidad. En la terrible batalla entre
las fuerzas del bien y del mal, que nos presenta el mundo contemporáneo, venza
vuestro sufrimiento en unión con la cruz de Cristo.
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