miércoles, 23 de noviembre de 2011

Sobre la esperanza cristiana (1)


Una esperanza fiable
Resumen literal de la Encíclica (2ª) Spe salvi de Benedicto XVI, 1ª parte (nn 1-31).




«SPE SALVI facti sumus» – en esperanza fuimos salvados, dice san Pablo a los Romanos y también a nosotros (Rm 8,24) (...) Se nos ofrece la salvación en el sentido de que se nos ha dado la esperanza, una esperanza fiable, gracias a la cual podemos afrontar nuestro presente (…) Aunque sea un presente fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, si podemos estar seguros de esta meta y si esta meta es tan grande que justifique el esfuerzo del camino.
(...) El haber recibido como don una esperanza fiable fue determinante para la conciencia de los primeros cristianos. Pablo recuerda a los Efesios cómo antes de su encuentro con Cristo no tenían en el mundo «ni esperanza ni Dios» (Ef 2,12). Naturalmente, él sabía que habían tenido dioses, que habían tenido una religión, pero sus dioses se habían demostrado inciertos y de sus mitos contradictorios no surgía esperanza alguna. A pesar de los dioses, estaban «sin Dios» y, por consiguiente, se hallaban en un mundo oscuro, ante un futuro sombrío.

El Evangelio no es solamente una comunicación de cosas que se pueden saber, sino una comunicación que comporta hechos y cambia la vida. La puerta oscura del tiempo, del futuro, ha sido abierta de par en par. Quien tiene esperanza vive de otra manera; se le ha dado una vida nueva.

(...) Llegar a conocer a Dios, al Dios verdadero, eso es lo que significa recibir esperanza (...) la africana Josefina Bakhita, canonizada por el Papa Juan Pablo II... llegó a conocer... al Dios vivo, el Dios de Jesucristo que por encima de todos los dueños, el Señor de todos los señores, es bueno, la bondad en persona. Se enteró de que este Señor también la conocía, la quería. Incluso más: este Dueño había afrontado personalmente el destino de ser maltratado y ahora la esperaba «a la derecha de Dios Padre». En este momento tuvo «esperanza»; no sólo la pequeña esperanza de encontrar dueños menos crueles, sino la gran esperanza. La esperanza que en ella había nacido y la había «redimido» no podía guardársela para sí sola; esta esperanza debía llegar a muchos, llegar a todos.

(...) Volvamos de nuevo a la Iglesia primitiva. El cristianismo no traía un mensaje socio-revolucionario como el de Espartaco que, con luchas cruentas, fracasó. Jesús no era Espartaco, no era un combatiente por una liberación política como Barrabás. Lo que Jesús había traído, habiendo muerto Él mismo en la cruz, era algo totalmente diverso: el encuentro con el Señor de todos los señores, el encuentro con el Dios vivo y, así, el encuentro con una esperanza más fuerte que los sufrimientos de la esclavitud, y que por ello transforma desde dentro la vida y el mundo. La novedad de lo ocurrido aparece con máxima claridad en la Carta de san Pablo a Filemón. Se trata de una carta muy personal, que Pablo escribe en la cárcel, enviándola con el esclavo fugitivo, Onésimo, precisamente a su dueño, Filemón.
La Primera Carta a los Corintios (1,18-31) nos muestra que una gran parte de los primeros cristianos pertenecía a las clases sociales bajas y, precisamente por eso, estaba preparada para la experiencia de la nueva esperanza, como hemos visto en el ejemplo de Bakhita.

El versículo 34 del capítulo 10 de la Carta a los Hebreos habla a los creyentes que han padecido la experiencia de la persecución y les dice: «Compartisteis el sufrimiento de los encarcelados, aceptasteis con alegría que os confiscaran los bienes, sabiendo que teníais bienes mejores y permanentes», las propiedades, lo que en la vida terrenal constituye el sustento, la base, la «sustancia» con la que se cuenta para la vida. Esta «sustancia», la seguridad normal para la vida, se la han quitado a los cristianos durante la persecución. Lo han soportado porque después de todo consideraban irrelevante esta sustancia material.

La fe otorga a la vida una base nueva, un nuevo fundamento sobre el que el hombre puede apoyarse, de tal manera que precisamente el fundamento habitual, la confianza en la renta material, queda relativizado. Se crea una nueva libertad.
Es el momento de preguntarnos ahora de manera explícita: la fe cristiana ¿es también para nosotros ahora una esperanza que transforma y sostiene nuestra vida?
Tal vez muchas personas rechazan hoy la fe simplemente porque la vida eterna no les parece algo deseable. En modo alguno quieren la vida eterna, sino la presente y, para esto, la fe en la vida eterna les parece más bien un obstáculo.

La expresión «vida eterna» trata de dar un nombre a esta desconocida realidad conocida. Es por necesidad una expresión insuficiente que crea confusión. En efecto, «eterno» suscita en nosotros la idea de lo interminable, y eso nos da miedo; «vida» nos hace pensar en la vida que conocemos, que amamos y que no queremos perder, pero que a la vez es con frecuencia más fatiga que satisfacción, de modo que, mientras por un lado la deseamos, por otro no la queremos.
En los tiempos modernos se ha desencadenado una crítica cada vez más dura contra este tipo de esperanza: consistiría en puro individualismo, que habría abandonado el mundo a su miseria y se habría amparado en una salvación eterna exclusivamente privada. Henri de Lubac ha podido demostrar, basándose en la teología de los Padres en toda su amplitud, que la salvación ha sido considerada siempre como una realidad comunitaria.
Esta vida verdadera, hacia la cual tratamos de dirigirnos siempre de nuevo, comporta estar unidos existencialmente en un «pueblo» y sólo puede realizarse para cada persona dentro de este «nosotros». Precisamente por eso presupone dejar de estar encerrados en el propio «yo», porque sólo la apertura a este sujeto universal abre también la mirada hacia la fuente de la alegría, hacia el amor mismo, hacia Dios.

Esta concepción de la «vida bienaventurada» orientada hacia la comunidad se refiere a algo que está ciertamente más allá del mundo presente, pero precisamente por eso tiene que ver también con la edificación del mundo, de maneras muy diferentes según el contexto histórico y las posibilidades que éste ofrece o excluye.
(...) en un momento de la Edad Media... los monasterios aparecían como lugares para huir del mundo («contemptus mundi») y eludir así la responsabilidad con respecto al mundo buscando la salvación privada. Bernardo de Claraval, con su Orden reformada, tenía una visión muy diferente sobre esto. Para él, los monjes tienen una tarea con respecto a toda la Iglesia y, por consiguiente, también respecto al mundo.

¿Cómo ha podido desarrollarse la idea de que el mensaje de Jesús es estrictamente individualista y dirigido sólo al individuo? ¿Cómo se ha llegado a interpretar la «salvación del alma» como huida de la responsabilidad respecto a las cosas en su conjunto y, por consiguiente, a considerar el programa del cristianismo como búsqueda egoísta de la salvación que se niega a servir a los demás?
Para encontrar una respuesta a esta cuestión hemos de fijarnos en los elementos fundamentales de la época moderna. Ahora, esta «redención», el restablecimiento del «paraíso» perdido, ya no se espera de la fe, sino de la correlación apenas descubierta entre ciencia y praxis. Esta visión programática ha determinado el proceso de los tiempos modernos e influye también en la crisis actual de la fe. En Bacon la esperanza recibe también una nueva forma. Ahora se llama: fe en el progreso. En efecto, para Bacon está claro que los descubrimientos y las invenciones apenas iniciadas son sólo un comienzo; seguirán descubrimientos totalmente nuevos, surgirá un mundo totalmente nuevo, el reino del hombre.

Hemos de fijarnos brevemente en las dos etapas esenciales de la concreción política de esta esperanza, porque son de gran importancia. Está, en primer lugar, la Revolución francesa como el intento de instaurar el dominio de la razón y de la libertad, ahora también de manera políticamente real. La Europa de la Ilustración, en un primer momento, ha contemplado fascinada estos acontecimientos, pero ante su evolución ha tenido que reflexionar después de manera nueva sobre la razón y la libertad.
En el s. XVIII no faltó la fe en el progreso como nueva forma de la esperanza humana... Sin embargo, el avance cada vez más rápido del desarrollo técnico y la industrialización que comportaba crearon... la clase de los trabajadores de la industria y el así llamado «proletariado industrial», cuyas terribles condiciones de vida ilustró de manera sobrecogedora Friedrich Engels en 1845. Para el lector debía estar claro: esto no puede continuar, es necesario un cambio.
Karl Marx recogió esta llamada del momento y, con vigor de lenguaje y pensamiento, trató de encauzar este nuevo y, como él pensaba, definitivo gran paso de la historia hacia la salvación. Al haber desaparecido la verdad del más allá, se trataría ahora de establecer la verdad del más acá. La crítica del cielo se transforma en la crítica de la tierra, la crítica de la teología en la crítica de la política. El progreso hacia lo mejor, hacia el mundo definitivamente bueno, ya no viene simplemente de la ciencia, sino de la política; de una política pensada científicamente.
El error de Marx no consiste sólo en no haber ideado los ordenamientos necesarios para el nuevo mundo... Ha olvidado al hombre y ha olvidado su libertad. Ha olvidado que la libertad es siempre libertad, incluso para el mal. Creyó que, una vez solucionada la economía, todo quedaría solucionado.

Así, pues, nos encontramos de nuevo ante la pregunta: ¿Qué podemos esperar? Es necesaria una autocrítica de la edad moderna en diálogo con el cristianismo y con su concepción de la esperanza. En este diálogo, los cristianos... tienen también que aprender de nuevo en qué consiste realmente su esperanza, qué tienen que ofrecer al mundo y qué es, por el contrario, lo que no pueden ofrecerle. Es necesario que en la autocrítica de la edad moderna confluya también una autocrítica del cristianismo moderno, que debe aprender siempre a comprenderse a sí mismo a partir de sus propias raíces.

         Pero ahora surge la pregunta: ¿no hemos recaído quizás en el individualismo de la salvación? ¿En la esperanza sólo para mí que además, precisamente por eso, no es una esperanza verdadera porque olvida y descuida a los demás? (...) Nosotros necesitamos tener esperanzas –más grandes o más pequeñas–, que día a día nos mantengan en camino. Pero sin la gran esperanza, que ha de superar todo lo demás, aquellas no bastan. Esta gran esperanza sólo puede ser Dios (...) pero no cualquier dios, sino el Dios que tiene un rostro humano y que nos ha amado hasta el extremo, a cada uno en particular y a la humanidad en su conjunto. Su reino no es un más allá imaginario, situado en un futuro que nunca llega; su reino está presente allí donde Él es amado y donde su amor nos alcanza.

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