La esperanza en la vida
cotidiana
Resumen
literal de la Encíclica (2ª) Spe salvi de Benedicto XVI, 2ª parte (nn 32
a fin).
Un lugar primero y esencial
de aprendizaje de la esperanza es la oración. Cuando ya nadie me escucha, Dios
todavía me escucha. Cuando ya no puedo hablar con ninguno, ni invocar a nadie,
siempre puedo hablar con Dios. Si ya no hay nadie que pueda ayudarme –cuando se
trata de una necesidad o de una expectativa que supera la capacidad humana de
esperar–, Él puede ayudarme. Si me veo relegado a la extrema soledad...; el que
reza nunca está totalmente solo…
Agustín ilustró de forma muy bella la
relación íntima entre oración y esperanza en una homilía sobre la Primera
Carta de San Juan. Él define la oración como un ejercicio del deseo. El
hombre ha sido creado para una gran realidad, para Dios mismo, para ser colmado
por Él. Pero su corazón es demasiado pequeño para la gran realidad que se le
entrega. Tiene que ser ensanchado…
Rezar no significa salir de
la historia y retirarse en el rincón privado de la propia felicidad. El modo
apropiado de orar es un proceso de purificación interior que nos hace capaces
para Dios y, precisamente por eso, capaces también para los demás. En la
oración, el hombre ha de aprender qué es lo que verdaderamente puede pedirle a
Dios, lo que es digno de Dios. Ha de aprender que no puede rezar contra el
otro. Ha de aprender que no puede pedir cosas superficiales y banales que desea
en ese momento, la pequeña esperanza equivocada que lo aleja de Dios. Ha de
purificar sus deseos y sus esperanzas. Debe liberarse de las mentiras ocultas
con que se engaña a sí mismo: Dios las escruta, y la confrontación con Dios
obliga al hombre a reconocerlas también…
Toda actuación seria y recta
del hombre es esperanza en acto. Lo es ante todo en el sentido de que así
tratamos de llevar adelante nuestras esperanzas, más grandes o más pequeñas;
solucionar éste o aquel otro cometido importante…: colaborar con nuestro
esfuerzo para que el mundo llegue a ser un poco más luminoso y humano, y se
abran así también las puertas hacia el futuro. Pero el esfuerzo cotidiano por
continuar nuestra vida y por el futuro de todos nos cansa o se convierte en
fanatismo, si no está iluminado por la luz de aquella esperanza más grande que
no puede ser destruida ni siquiera por frustraciones en lo pequeño ni por el
fracaso en los acontecimientos de importancia histórica.
Si no podemos esperar más de
lo que es efectivamente posible en cada momento y de lo que podemos esperar que
las autoridades políticas y económicas nos ofrezcan, nuestra vida se ve abocada
muy pronto a quedar sin esperanza. Es importante sin embargo saber que yo
todavía puedo esperar, aunque aparentemente ya no tenga nada más que esperar...
Sólo la gran esperanza-certeza de que, a pesar de todas las frustraciones, mi
vida personal y la historia en su conjunto están custodiadas por el poder
indestructible del Amor y que, gracias al cual, tienen para él sentido e
importancia, sólo una esperanza así puede en ese caso dar todavía ánimo para
actuar y continuar.
Sigue siendo siempre verdad
que nuestro obrar no es indiferente ante Dios y, por tanto, tampoco es
indiferente para el desarrollo de la historia. Podemos abrirnos nosotros mismos
y abrir el mundo para que entre Dios: la verdad, el amor y el bien. Es lo que
han hecho los santos que, como «colaboradores de Dios», han contribuido a la
salvación del mundo (cf. 1Co 3,9; 1Ts 3,2). Podemos liberar
nuestra vida y el mundo de las intoxicaciones y contaminaciones que podrían
destruir el presente y el futuro. Podemos descubrir y tener limpias las fuentes
de la creación y así, junto con la creación que nos precede como don, hacer lo
que es justo, teniendo en cuenta sus propias exigencias y su finalidad. Eso
sigue teniendo sentido aunque en apariencia no tengamos éxito o nos veamos
impotentes ante la superioridad de fuerzas hostiles. Así, por un lado, de
nuestro obrar brota esperanza para nosotros y para los demás; pero al mismo
tiempo, lo que nos da ánimos y orienta nuestra actividad, tanto en los momentos
buenos como en los malos, es la gran esperanza fundada en las promesas de Dios…
Al igual que el obrar,
también el sufrimiento forma parte de la existencia humana... Conviene
ciertamente hacer todo lo posible para disminuir el sufrimiento; impedir cuanto
se pueda el sufrimiento de los inocentes; aliviar los dolores y ayudar a
superar las dolencias psíquicas. Todos estos son deberes tanto de la justicia
como del amor y forman parte de las exigencias fundamentales de la existencia
cristiana y de toda vida realmente humana…
Es cierto que debemos hacer
todo lo posible para superar el sufrimiento, pero extirparlo del mundo por completo
no está en nuestras manos… Esto sólo podría hacerlo Dios: y sólo un Dios que,
haciéndose hombre, entrase personalmente en la historia y sufriese en ella.
Nosotros sabemos que este Dios existe y que, por tanto, este poder que «quita
el pecado del mundo» (Jn 1,29) está presente en el mundo. Con la fe en
la existencia de este poder ha surgido en la historia la esperanza de la
salvación del mundo. Pero se trata precisamente de esperanza y no aún de
cumplimiento; esperanza que nos da el valor para ponernos de la parte del bien
aun cuando parece que ya no hay esperanza...
Podemos tratar de limitar el
sufrimiento, luchar contra él, pero no podemos suprimirlo. Precisamente cuando
los hombres, intentando evitar toda dolencia, tratan de alejarse de todo lo que
podría significar aflicción, cuando quieren ahorrarse la fatiga y el dolor de
la verdad, del amor y del bien, caen en una vida vacía en la que quizás ya no
existe el dolor, pero en la que la oscura sensación de la falta de sentido y de
la soledad es mucho mayor aún. Lo que cura al hombre no es esquivar el
sufrimiento y huir ante el dolor, sino la capacidad de aceptar la tribulación,
madurar en ella y encontrar en ella un sentido mediante la unión con Cristo,
que ha sufrido con amor infinito…
Una sociedad que no logra
aceptar a los que sufren y no es capaz de contribuir mediante la compasión a
que el sufrimiento sea compartido y sobrellevado también interiormente, es una
sociedad cruel e inhumana. A su vez, la sociedad no puede aceptar a los que
sufren y sostenerlos en su dolencia si los individuos mismos no son capaces de
hacerlo y, en fin, el individuo no puede aceptar el sufrimiento del otro si no
logra encontrar personalmente en el sufrimiento un sentido, un camino de
purificación y maduración, un camino de esperanza…
El hombre tiene un valor tan
grande para Dios que se hizo hombre para poder com-padecer Él mismo con el
hombre, de modo muy real, en carne y sangre, como nos manifiesta el relato de
la Pasión de Jesús. Por eso, en cada pena humana ha entrado uno que comparte el
sufrir y el padecer; de ahí se difunde en cada sufrimiento la con-solatio,
el consuelo del amor participado de Dios y así aparece la estrella de la
esperanza…: una visita afable, la cura de las heridas internas y externas, la
solución positiva de una crisis, etc. También estos tipos de esperanza pueden
ser suficientes en las pruebas más o menos pequeñas…
Por eso necesitamos también
testigos, mártires, que se han entregado totalmente, para que nos lo demuestren
día tras día. Los necesitamos en las pequeñas alternativas de la vida
cotidiana, para preferir el bien a la comodidad, sabiendo que precisamente así
vivimos realmente la vida (…) Los santos pudieron recorrer el gran camino del
ser hombre del mismo modo en que Cristo lo recorrió antes de nosotros, porque
estaban repletos de la gran esperanza.
El ateísmo de los siglos XIX
y XX, por sus raíces y finalidad, es un moralismo, una protesta contra las
injusticias del mundo y de la historia universal. Un mundo en el que hay tanta
injusticia, tanto sufrimiento de los inocentes y tanto cinismo del poder, no
puede ser obra de un Dios bueno. El Dios que tuviera la responsabilidad de un
mundo así no sería un Dios justo y menos aún un Dios bueno. Hay que contestar
este Dios precisamente en nombre de la moral. Y puesto que no hay un Dios que
crea justicia, parece que ahora es el hombre mismo quien está llamado a
establecer la justicia. Ahora bien, si ante el sufrimiento de este mundo es
comprensible la protesta contra Dios, la pretensión de que la humanidad pueda y
deba hacer lo que ningún Dios hace ni es capaz de hacer, es presuntuosa e
intrínsecamente falsa…
Dios mismo se ha dado una
«imagen»: en el Cristo que se ha hecho hombre. En Él, el Crucificado… Dios
revela su rostro precisamente en la figura del que sufre y comparte la
condición del hombre abandonado por Dios, tomándola consigo. Este inocente que
sufre se ha convertido en esperanza-certeza: Dios existe, y Dios sabe crear la
justicia de un modo que nosotros no somos capaces de concebir y que, sin
embargo, podemos intuir en la fe. Sí, existe la resurrección de la carne.
Existe una justicia. Existe la «revocación» del sufrimiento pasado, la
reparación que restablece el derecho.
Por eso la fe en el Juicio
final es ante todo y sobre todo esperanza... Estoy convencido de que la
cuestión de la justicia es el argumento esencial o, en todo caso, el argumento
más fuerte en favor de la fe en la vida eterna. La necesidad meramente
individual de una satisfacción plena que se nos niega en esta vida, de la
inmortalidad del amor que esperamos, es ciertamente un motivo importante para
creer que el hombre esté hecho para la eternidad; pero sólo en relación con el
reconocimiento de que la injusticia de la historia no puede ser la última
palabra en absoluto, llega a ser plenamente convincente la necesidad del
retorno de Cristo y de la vida nueva…
La protesta contra Dios en
nombre de la justicia no vale. Un mundo sin Dios es un mundo sin esperanza (cf.
Ef 2,12). Sólo Dios puede crear justicia. Y la fe nos da esta certeza…
El Juicio de Dios es
esperanza, tanto porque es justicia, como porque es gracia. Si fuera solamente
gracia que convierte en irrelevante todo lo que es terrenal, Dios seguiría
debiéndonos aún la respuesta a la pregunta sobre la justicia, una pregunta
decisiva para nosotros ante la historia y ante Dios mismo. Si fuera pura
justicia, podría ser al final sólo un motivo de temor para todos nosotros (…) la
gracia nos permite a todos esperar y encaminarnos llenos de confianza al
encuentro con el Juez, que conocemos como nuestro «abogado», parakletos (cf.
1Jn 2,1).
La vida es como un viaje por
el mar de la historia, a menudo oscuro y borrascoso, un viaje en el que
escudriñamos los astros que nos indican la ruta (…) Jesucristo es ciertamente
la luz por antonomasia, el sol que brilla sobre todas las tinieblas de la
historia. Pero para llegar hasta Él necesitamos también luces cercanas,
personas que dan luz reflejando la luz de Cristo, ofreciendo así orientación
para nuestra travesía. Y ¿quién mejor que María podría ser para nosotros
estrella de esperanza…? (…) Santa María, Madre de Dios, Madre nuestra, enséñanos
a creer, esperar y amar contigo. Indícanos el camino hacia su reino. Estrella
del mar, brilla sobre nosotros y guíanos en nuestro camino.
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