martes, 8 de noviembre de 2011

Sobre el reino de Dios


Jesucristo Rey del universo
Resumen literal de una homilía de san Josemaría en la fiesta de Cristo Rey (22-XI-1970) en Es Cristo que pasa.




         Termina el año litúrgico, y en el Santo Sacrificio del Altar renovamos al Padre el ofrecimiento de la Víctima, Cristo, Rey de santidad y de gracia, rey de justicia, de amor y de paz. Todos percibís en vuestras almas una alegría inmensa, al considerar la santa Humanidad de Nuestro Señor: un Rey con corazón de carne, como el nuestro; que es autor del universo y de cada una de las criaturas, y que no se impone dominando: mendiga un poco de amor, mostrándonos, en silencio, sus manos llagadas.

         ¿Por qué, entonces, tantos lo ignoran? ¿Por qué se oye aún esa protesta cruel: “no queremos que éste reine sobre nosotros” (Lc 19, 14)?, En la tierra hay millones de hombres que se encaran así con Jesucristo o, mejor dicho, con la sombra de Jesucristo, porque a Cristo no lo conocen, ni han visto la belleza de su rostro, ni saben la maravilla de su doctrina.
         Ante ese triste espectáculo, me siento inclinado a desagraviar al Señor. Al escuchar ese clamor que no cesa y que, más que de voces, está hecho de obras poco nobles, experimento la necesidad de gritar alto: “conviene que El reine” (1Cor 15, 25).

         Muchos no soportan que Cristo reine; se oponen a El de mil formas: en los diseños generales del mundo y de la convivencia humana; en las costumbres, en la ciencia, en el arte. ¡Hasta en la misma vida de la Iglesia! “Yo no hablo -escribe S. Agustín- de los malvados que blasfeman de Cristo. Son raros, en efecto, los que lo blasfeman con la lengua, pero son muchos los que lo blasfeman con la propia conducta[1].

         A algunos les molesta incluso la expresión Cristo Rey: por una superficial cuestión de palabras, como si el reinado de Cristo pudiese confundirse con fórmulas políticas; o porque, la confesión de la realeza del Señor, les llevaría a admitir una ley. Y no toleran la ley, ni siquiera la del precepto entrañable de la caridad, porque no desean acercarse al amor de Dios: ambicionan sólo servir al propio egoísmo.

         Quisiera que considerásemos cómo ese Cristo, que -Niño amable- vimos nacer en Belén, es el Señor del mundo: pues por El fueron creados todos los seres en los cielos y en la tierra; El ha reconciliado con el Padre todas las cosas, restableciendo la paz entre el cielo y la tierra, por medio de la sangre que derramó en la cruz (cf Col 1, 11). Hoy Cristo reina, a la diestra del Padre: declaran aquellos dos ángeles de blancas vestiduras, a los discípulos que estaban atónitos contemplando las nubes, después de la Ascensión del Señor: “varones de Galilea ¿por qué estáis ahí mirando al cielo? Este Jesús, que separándose de vosotros ha subido al cielo, vendrá de la misma manera que le acabáis de ver subir” (Act 1, 11).

         El reino de Cristo no es un modo de decir, ni una imagen retórica. Cristo vive, también como hombre, con aquel mismo cuerpo que asumió en la Encarnación, que resucitó después de la Cruz y subsiste glorificado en la Persona del Verbo juntamente con su alma humana, Cristo, Dios y Hombre verdadero, vive y reina y es el Señor del mundo. Sólo por El se mantiene en vida todo lo que vive.

         ¿Por qué, entonces, no se aparece ahora en toda su gloria? Porque su reino “no es de este mundo” (Jn 18, 36), aunque está en el mundo. Había replicado Jesús a Pilatos: “Yo soy rey. Yo para esto nací: para dar testimonios de la verdad; todo aquel que pertenece a la verdad, escucha mi voz” (Jn 18, 37). Los que esperaban del Mesías un poderío temporal visible, se equivocaban: “que no consiste el reino de Dios en el comer ni en el beber, sino en la justicia, en la paz y en el gozo del Espíritu Santo” (Rom 14, 17).
         Verdad y justicia; paz y gozo en el Espíritu Santo. Ese es el reino de Cristo: la acción divina que salva a los hombres y que culminará cuando la historia acabe, y el Señor, que se sienta en lo más alto del paraíso, venga a juzgar definitivamente a los hombres.

         Cuando Cristo inicia su predicación en la tierra, no ofrece un programa político, sino que dice: “haced penitencia, porque está cerca el reino de los cielos” (Mt 3, 2; 4, 17); encarga a sus discípulos que anuncien esa Buena Nueva (cf Lc 10, 9), y enseña que se pida en la oración el advenimiento del reino (cf Mt 6, 10). Esto es el reino de Dios y su justicia, una vida santa: lo que hemos de buscar primero (cf Mt 6, 33), lo único verdaderamente necesario (cf Lc 10, 42).

         La perfección del reino -el juicio definitivo de salvación o de condenación- no se dará en la tierra. Ahora el reino es como una siembra (cf Mt 13, 24), como el crecimiento del grano de mostaza (cf Mt 13, 31); su fin será como la pesca con la red barredera, de la que -traída a la arena- serán extraídos, para suertes distintas, los que obraron la justicia y los que ejecutaron la iniquidad (cf Mt 13, 47).

         Intentan algunos construir la paz en el mundo, sin poner amor de Dios en sus propios corazones, sin servir por amor de Dios a las criaturas. ¿Cómo será posible efectuar, de ese modo, una misión de paz? La paz de Cristo es la del reino de Cristo; y el reino de nuestro Señor ha de cimentarse en el deseo de santidad, en la disposición humilde para recibir la gracia, en una esforzada acción de justicia, en un divino derroche de amor.
         Esto es realizable, no es un sueño inútil. Cristo, Señor Nuestro, fue crucificado y, desde la altura de la Cruz, redimió al mundo, restableciendo la paz entre Dios y los hombres. Jesucristo recuerda a todos: si vosotros me colocáis en la cumbre de todas las actividades de la tierra, cumpliendo el deber de cada momento, siendo mi testimonio en lo que parece grande y en lo que parece pequeño, todo lo atraeré hacia mí. ¡Mi reino entre vosotros será una realidad! (Jn 12, 32),

         A esto hemos sido llamados los cristianos, ésa es nuestra tarea apostólica y el afán que nos debe comer el alma: lograr que sea realidad el reino de Cristo, que no haya más odios ni más crueldades, que extendamos en la tierra el bálsamo fuerte y pacífico del amor.

         Abrazar la fe cristiana es comprometerse a continuar entre las criaturas la misión de Jesús. Hemos de ser, cada uno de nosotros, otro Cristo, el mismo Cristo. Sólo así podremos emprender esa empresa grande, inmensa, interminable: santificar desde dentro todas las estructuras temporales, llevando allí el fermento de la Redención.

         Nunca hablo de política. No pienso en el cometido de los cristianos en la tierra como en el brotar de una corriente político-religiosa -sería una locura-, ni siquiera aunque tenga el buen propósito de infundir el espíritu de Cristo en todas las actividades de los hombres. Lo que hay que meter en Dios es el corazón de cada uno, sea quien sea. Procuremos hablar para cada cristiano, para que allí donde está -en circunstancias que no dependen sólo de su posición en la Iglesia o en la vida civil, sino del resultado de las cambiantes situaciones históricas-, sepa dar testimonio, con el ejemplo y con la palabra, de la fe que profesa.

         El cristiano vive en el mundo con pleno derecho, por ser hombre. Si acepta que en su corazón habite Cristo, que reine Cristo, en todo su quehacer humano se encontrará -bien fuerte- la eficacia salvadora del Señor. No importa que esa ocupación sea, como suele decirse, alta o baja; porque una cumbre humana puede ser, a los ojos de Dios, una bajeza; y lo que llamamos bajo o modesto puede ser una cima cristiana, de santidad y de servicio.

         Si el mundo y todo lo que él hay -menos el pecado- es bueno, porque es obra de Dios Nuestro Señor, el cristiano, luchando continuamente por evitar las ofensas a Dios -una lucha positiva de amor-, ha de dedicarse a todo lo terreno, codo a codo con los demás ciudadanos; debe defender todos los bienes derivados de la dignidad de la persona.
         Y existe un bien que deberá siempre buscar especialmente: el de la libertad personal. El Reino de Cristo es de libertad: aquí no existen más siervos que los que libremente se encadenan, por Amor a Dios. Sin libertad, no podemos corresponder a la gracia; sin libertad, no podemos entregarnos libremente al Señor, con la razón más sobrenatural: porque nos da la gana.

         Celebramos hoy la fiesta de Cristo Rey. Y no me salgo de mi oficio de sacerdote cuando digo que, si alguno entendiese el reino de Cristo como un programa político, no habría profundizado en la finalidad sobrenatural de la fe y estaría a un paso de gravar las conciencias con pesos que no son los de Jesús, porque su yugo es suave y su carga ligera (Mt 11, 30). Amemos de verdad a todos los hombres; amemos a Cristo, por encima de todo; y, entonces, no tendremos más remedio que amar la legítima libertad de los otros, en una pacífica y razonable convivencia.

         María, la Madre santa de nuestro Rey, la Reina de nuestro corazón, cuida de nosotros como sólo Ella sabe hacerlo. Madre compasiva, trono de la gracia: te pedimos que sepamos componer en nuestra vida y en la vida de los que nos rodean, verso a verso, el poema sencillo de la caridad, “como un río de paz” (Is 66, 12). Porque Tú eres mar de inagotable misericordia.


[1] San Agustín. In Ioannis Evangelium tractatus, 27, 11 (PL 35, 1621).

No hay comentarios:

Publicar un comentario