Estar desprendidos
Resumen literal de una homilía de san Josemaría, en Amigos de Dios, nn 110-126.
(…) Escuchad las palabras del Apóstol: bien
sabéis cómo ha sido la liberalidad de Nuestro Señor Jesucristo que, siendo
rico, se hizo pobre por vosotros, de modo que vosotros fueseis ricos por medio
de su pobreza. Fijaos con calma en el ejemplo del Maestro, y comprenderéis
enseguida que disponemos de tema abundante para meditar durante toda la vida,
para concretar propósitos sinceros de más generosidad. Porque, y no me perdáis
de vista esta meta que hemos de alcanzar, cada uno de nosotros debe
identificarse con Jesucristo, que —ya lo habéis oído— se hizo pobre por ti, por
mí, y padeció, dándonos ejemplo, para que sigamos sus pisadas.
¿No te has preguntado alguna vez, movido por una
curiosidad santa, de qué modo llevó a término Jesucristo este derroche de amor?
De nuevo se ocupa San Pablo de respondernos: teniendo
la naturaleza de Dios, (...) no obstante, se anonadó a sí mismo tomando la
forma de siervo, hecho semejante a los hombres y reducido a la condición de
hombre. Hijos, pasmaos agradecidos
ante este misterio, y aprended: todo el poder, toda la majestad, toda la
hermosura, toda la armonía infinita de Dios, sus grandes e inconmensurables
riquezas, ¡todo un Dios!, quedó escondido en la Humanidad de Cristo para
servirnos. El Omnipotente se presenta decidido a oscurecer por un tiempo su
gloria, para facilitar el encuentro redentor con sus criaturas.
(…) Al considerar la entrega de Dios y su
anonadamiento —hablo para que lo meditemos, pensando cada uno en sí mismo—, la
vanagloria, la presunción del soberbio se revela como un pecado horrendo,
precisamente porque coloca a la persona en el extremo opuesto al modelo que
Jesucristo nos ha señalado con su conducta. Pensadlo despacio: El se humilló,
siendo Dios. El hombre, engreído por su propio yo, pretende enaltecerse a toda
costa, sin reconocer que está hecho de mal barro de botijo.
(…) convenceos de que si de veras deseamos seguir
de cerca al Señor y prestar un servicio auténtico a Dios y a la humanidad entera,
hemos de estar seriamente desprendidos de nosotros mismos: de los dones de la
inteligencia, de la salud, de la honra, de las ambiciones nobles, de los
triunfos, de los éxitos.
Me refiero también —porque hasta ahí debe llegar
tu decisión— a esas ilusiones limpias, con las que buscamos exclusivamente dar
toda la gloria a Dios y alabarle (…) Asestamos así un golpe mortal al egoísmo y
a la vanidad, que serpean en todas las conciencias; de paso que alcanzamos la
verdadera paz en nuestras almas, con un desasimiento que acaba en la posesión
de Dios, cada vez más íntima y más intensa.
Para imitar a Jesucristo, el corazón ha de estar
enteramente libre de apegamientos. Si alguno
quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo… Porque ¿de qué le sirve al
hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma? Y comenta San Gregorio: no
bastaría vivir desprendidos de las cosas, si no renunciáramos además a nosotros
mismos.
(…) Ese desprendimiento que el Maestro predicó,
el que espera de todos los cristianos, comporta necesariamente también
manifestaciones externas. Jesucristo, antes que
con la palabra, anunció su doctrina con las obras. Lo habéis visto nacer en un
establo, en la carencia más absoluta, y dormir recostado sobre las pajas de un
pesebre sus primeros sueños en la tierra. Luego, durante los años de sus
andanzas apostólicas, entre otros muchos ejemplos, recordaréis su clara
advertencia a uno de los que se ofrecieron para acompañarle como discípulo: las
raposas tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; más el Hijo del hombre no
tiene dónde reclinar su cabeza. Y no
dejéis de contemplar aquella escena, que recoge el Evangelio, en la que los
Apóstoles, para mitigar el hambre, arrancan por el camino en un sábado unas
espigas de trigo.
(…) Se puede decir que nuestro Señor, cara a la
misión recibida del Padre, vive al día, tal y como aconsejaba en una de las
enseñanzas más sugestivas que salieron de su boca divina: no os inquietéis,
en orden a vuestra vida, sobre lo que comeréis; ni en orden a vuestro cuerpo,
sobre qué vestiréis... Mirad cómo crecen los lirios: no trabajan, ni hilan; y,
no obstante, os aseguro que ni Salomón, con toda su magnificencia, estuvo jamás
vestido como una de estas flores. Pues, si a una hierba que hoy crece en el
campo y mañana se echa al fuego, Dios así la viste, ¿cuánto más hará con
vosotros, hombres de poquísima fe?.
(…) Os aseguro —lo he tocado con mis manos, lo he
contemplado con mis ojos— que, si confiáis en la divina Providencia, si os
abandonáis en sus brazos omnipotentes, nunca os faltarán los medios para servir
a Dios, a la Iglesia Santa, a las almas, sin descuidar ninguno de vuestros
deberes…
(…) En los primeros años, carecíamos hasta de lo
más indispensable. Atraídos por el fuego de Dios, venían a mi alrededor
obreros, menestrales, universitarios..., que ignoraban la estrechez y la
indigencia en que nos encontrábamos, porque siempre en el Opus Dei, con el
auxilio del Cielo, hemos procurado trabajar de manera que el sacrificio y la
oración fueran abundantes y escondidos. Al volver ahora la mirada a aquella
época, brota del corazón una acción de gracias rendida: ¡qué seguridad había en
nuestras almas! Sabíamos que, buscando el reino de Dios y su justicia, lo demás
se nos concedería por añadidura. Y os puedo asegurar que ninguna iniciativa
apostólica ha dejado de llevarse a cabo por falta de recursos materiales: en el
momento preciso, de una forma o de otra, nuestro Padre Dios con su Providencia
ordinaria nos facilitaba lo que era menester, para que viéramos que Él es
siempre buen pagador.
(…) Cuando alguno centra su felicidad
exclusivamente en las cosas de aquí abajo —he sido testigo de verdaderas
tragedias—, pervierte su uso razonable y destruye el orden sabiamente dispuesto
por el Creador. El corazón queda entonces triste e insatisfecho; se adentra por
caminos de un eterno descontento y acaba esclavizado ya en la tierra, víctima
de esos mismos bienes que quizá se han logrado a base de esfuerzos y renuncias
sin cuento… Ninguno puede servir a dos señores… no podéis servir a Dios y a
las riquezas. Anclemos, pues, el corazón en el amor capaz de
hacernos felices... Deseemos los tesoros del cielo.
No te estoy llevando hacia una dejación en el
cumplimiento de tus deberes o en la exigencia de tus derechos. Al contrario,
para cada uno de nosotros, de ordinario, una retirada en ese frente equivale a
desertar cobardemente de la pelea para ser santos, a la que Dios nos ha
llamado. Por eso, con seguridad de conciencia, has de poner empeño
—especialmente en tu trabajo— para que ni a ti ni a los tuyos os falte lo
conveniente para vivir con cristiana dignidad. Si en algún momento experimentas
en tu carne el peso de la indigencia, no te entristezcas ni te rebeles; pero,
insisto, procura emplear todos los recursos nobles para superar esa situación,
porque obrar de otra forma sería tentar a Dios. Y mientras luchas, acuérdate
además de que omnia in bonum!, todo —también la escasez, la pobreza— coopera
al bien de los que aman al Señor; acostúmbrate, ya desde ahora, a afrontar con
alegría las pequeñas limitaciones, las incomodidades, el frío, el calor, la
privación de algo que consideras imprescindible, el no poder descansar como y
cuando quisieras, el hambre, la soledad, la ingratitud, la incomprensión, la
deshonra...
Somos nosotros hombres de la calle, cristianos
corrientes, metidos en el torrente circulatorio de la sociedad, y el Señor nos
quiere santos, apostólicos, precisamente en medio de nuestro trabajo
profesional, es decir, santificándonos en esa tarea, santificando esa tarea y
ayudando a que los demás se santifiquen con esa tarea. Convenceos de que en ese
ambiente os espera Dios, con solicitud de Padre, de Amigo; y pensad que con
vuestro quehacer profesional realizado con responsabilidad, además de
sosteneros económicamente, prestáis un servicio directísimo al desarrollo de la
sociedad, aliviáis también las cargas de los demás y mantenéis tantas obras
asistenciales —a nivel local y universal— en pro de los individuos y de los
pueblos menos favorecidos.
(…) Al comportarnos con normalidad —como nuestros
iguales— y con sentido sobrenatural, no hacemos más que seguir el ejemplo de
Jesucristo, verdadero Dios y verdadero Hombre. Fijaos en que toda su vida está
llena de naturalidad. Pasa seis lustros oculto, sin llamar la atención, como un
trabajador más... A lo largo de su vida pública, tampoco se advierte nada que
desentone, por raro o por excéntrico. Se rodeaba de amigos, como cualquiera de
sus conciudadanos, y en su porte no se diferenciaba de ellos. Tanto, que Judas,
para señalarlo, necesita concertar un signo: aquel a
quien yo besare, ése es. No
había en Jesús ningún indicio extravagante. A mí, me emociona esta norma de
conducta de nuestro Maestro, que pasa como uno más entre los hombres.
Juan el Bautista —siguiendo una llamada especial—
vestía con piel de camello y se alimentaba de langostas y miel silvestre. El
Salvador usaba una túnica de una sola pieza, comía y bebía igual que los demás,
se llenaba de alegría con la felicidad ajena, se conmovía ante el dolor del
prójimo, no rechazaba el descanso que le ofrecían sus amistades, y a nadie se
le ocultaba que se había ganado el sustento, durante muchos años, trabajando
con sus propias manos junto a José, el artesano. Así hemos de desenvolvernos
nosotros en medio de este mundo: como nuestro Señor. Te diría, en pocas
palabras, que hemos de ir con la ropa limpia, con el cuerpo limpio y,
principalmente, con el alma limpia.
Incluso —por qué no notarlo—, el Señor que
predica un desprendimiento tan maravilloso de los bienes terrenos, muestra a la
vez un cuidado admirable en no desperdiciarlos. Después de aquel milagro de la
multiplicación de los panes, que tan generosamente saciaron a más de cinco mil
hombres, ordenó a sus discípulos: recoged los pedazos que
han sobrado, para que no se pierdan. Lo hicieron así, y llenaron doce cestos. Si meditáis atentamente toda esa escena,
aprenderéis a no ser roñosos nunca, sino buenos administradores de los talentos
y medios materiales que Dios os conceda.
El desprendimiento que predico, después de mirar
a nuestro Modelo, es señorío; no clamorosa y llamativa pobretería, careta de la
pereza y del abandono. Debes ir vestido de acuerdo con el tono de tu condición,
de tu ambiente, de tu familia, de tu trabajo..., como tus compañeros, pero por
Dios, con el afán de dar una imagen auténtica y atractiva de la verdadera vida
cristiana. Con naturalidad, sin extravagancias... Tú, ¿cómo imaginas el porte
de Nuestro Señor?, ¿no has pensado con qué dignidad llevaría aquella túnica
inconsútil, que probablemente habrían tejido las manos de Santa María? ¿No
recuerdas cómo, en casa de Simón, se lamenta porque no le han ofrecido agua
para lavarse, antes de sentarse a la mesa? Ciertamente Él sacó a colación esa
falta de urbanidad para realzar con esa anécdota la enseñanza de que en los
detalles pequeños se muestra el amor, pero procura también dejar claro que se
atiene a las costumbres sociales del ambiente. Por lo tanto, tú y yo nos
esforzaremos en estar despegados de los bienes y de las comodidades de la
tierra, pero sin salidas de tono ni hacer cosas raras.
(…) Dentro de este marco del desprendimiento
total que el Señor nos pide, os señalaré otro punto de particular importancia:
la salud. Ahora, la mayor parte de vosotros sois jóvenes... Pero pasa el
tiempo, e inexorablemente empieza a notarse el desgaste físico; vienen después
las limitaciones de la madurez, y por último los achaques de la ancianidad.
Además, cualquiera de nosotros, en cualquier momento, puede caer enfermo o
sufrir algún trastorno corporal.
(…) El
verdadero desprendimiento lleva a ser muy generosos con Dios y con nuestros
hermanos; a moverse, a buscar recursos, a gastarse para ayudar a quienes pasan
necesidad. No puede un cristiano conformarse con un trabajo que le permita
ganar lo suficiente para vivir él y los suyos: su grandeza de corazón le
impulsará a arrimar el hombro para sostener a los demás, por un motivo de
caridad, y por un motivo de justicia, como escribía San Pablo a los de Roma: la
Macedonia y la Acaya han tenido a bien hacer una colecta para socorrer a los
pobres de entre los santos de Jerusalén.
No seáis mezquinos ni tacaños… Pensad: ¿cuánto os
cuesta —también económicamente— ser cristianos?
(…) vamos a pedir a la Santísima Virgen que, como
Ella, sepamos también nosotros ponderar y conservar todas estas enseñanzas en
nuestros corazones.
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