Un camino para todos
Resumen literal de la homilía
La ascensión del Señor a los cielos,
san Josemaría, del 19-V-1966.
Siempre me ha parecido lógico y me ha
llenado de alegría que la Santísima Humanidad de Jesucristo suba a la gloria
del Padre, pero pienso también que esta tristeza, peculiar del día de la
Ascensión, es una muestra del amor que sentimos por Jesús, Señor Nuestro. El,
siendo perfecto Dios, se hizo hombre, perfecto hombre, carne de nuestra carne y
sangre de nuestra sangre. Y se separa de nosotros, para ir al cielo. ¿Cómo no
echarlo en falta?
Si sabemos contemplar el misterio de
Cristo, si nos esforzamos en verlo con los ojos limpios, nos daremos cuenta de
que es posible también ahora acercarnos íntimamente a Jesús, en cuerpo y alma.
Cristo nos ha marcado claramente el camino: por el Pan y por la Palabra,
alimentándonos con la Eucaristía y conociendo y cumpliendo lo que vino a
enseñarnos, a la vez que conversamos con El en la oración. Quien come mi
carne y bebe mi sangre, en mí permanece y yo en él (Jn 6, 57). Quien
conoce mis mandamientos y los cumple, ése es quien me ama. Y el que me ame será
amado por mi Padre, y yo le amaré y me manifestaré a él (Jn 14, 21). No
son sólo promesas. Son la entraña, la realidad de una vida auténtica: la vida
de la gracia, que nos empuja a tratar personal y directamente a Dios.
Pero no penséis que la oración es un
acto que se cumple y luego se abandona. El justo encuentra en la ley de
Yahvé su complacencia y a acomodarse a esa ley tiende, durante el día y durante
la noche (Ps 1, 2). Por la mañana pienso en ti (cf Ps 62, 7); y,
por la tarde, se dirige hacia ti mi oración como el incienso (cf Ps 140,
2). Toda la jornada puede ser tiempo de oración: de la noche a la mañana y de
la mañana a la noche. Más aún: como nos recuerda la Escritura Santa, también el
sueño debe ser oración (cf Dt 6, 6 y 7).
Recordad lo que, de Jesús, nos narran
los Evangelios. A veces, pasaba la noche entera ocupado en coloquio íntimo con
su Padre. ¡Cómo enamoró a los primeros discípulos la figura de Cristo orante!
Después de contemplar esa constante actitud del Maestro, le preguntaron: Señor,
enséñanos a orar así (Lc 11, 1). San Pablo - en la oración continuos
(Rom 12, 12), escribe- difunde por todas partes el ejemplo vivo de Cristo. Y
San Lucas, con una pincelada, retrata la manera de obrar de los primeros
fieles: animados de un mismo espíritu, perseveraban juntos en oración
(Hch 1, 14). El temple del buen cristiano se adquiere, con la gracia, en la
forja de la oración. Y este alimento de la plegaria, por ser vida, no se
desarrolla en un cauce único. El corazón se desahogará habitualmente con
palabras, en esas oraciones vocales que nos ha enseñado el mismo Dios, Padre
nuestro, o sus ángeles, Ave María. Otras veces utilizaremos oraciones
acrisoladas por el tiempo, en las que se ha vertido la piedad de millones de
hermanos en la fe: las de la liturgia, las que han nacido de la pasión de un
corazón enamorado, como tantas antífonas marianas: Sub tuum praesidium...,
Acordaos..., Salve Regina...
En otras ocasiones nos bastarán dos o
tres expresiones, lanzadas al Señor como saeta, iaculata: jaculatorias,
que aprendemos en la lectura atenta de la historia de Cristo: Señor, si
quieres, puedes curarme (Mt 8, 2); Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que
te amo (Jn 21, 17); creo, Señor, pero ayuda mi incredulidad,
fortalece mi fe (Mc 9, 23); ¡Señor, no soy digno! (Mt 8, 8); ¡Señor
mío y Dios mío!... (Jn 20, 28), u otras frases, breves y afectuosas, que
brotan del fervor íntimo del alma, y responden a una circunstancia concreta.
La vida de oración ha de fundamentarse
además en algunos ratos diarios, dedicados exclusivamente al trato con Dios;
momentos de coloquio sin ruido de palabras, junto al Sagrario siempre que sea
posible, para agradecer al Señor esa espera -¡tan solo!- desde hace veinte
siglos. Oración mental es ese diálogo con Dios, de corazón a corazón, en el que
interviene toda el alma: la inteligencia y la imaginación, la memoria y la
voluntad. Una meditación que contribuye a dar valor sobrenatural a nuestra
pobre vida humana, nuestra vida diaria corriente.
Gracias a esos ratos de meditación, a
las oraciones vocales, a las jaculatorias, sabremos convertir nuestra jornada,
con naturalidad y sin espectáculo, en una alabanza continua a Dios. Nos
mantendremos en su presencia, como los enamorados dirigen continuamente su
pensamiento a la persona que aman, y todas nuestras acciones -aun las más
pequeñas- se llenarán de eficacia espiritual.
Por eso, cuando un cristiano se mete
por este camino del trato ininterrumpido con el Señor -y es un camino para
todos, no una senda para privilegiados-, la vida interior crece, segura y
firme; y se afianza en el hombre esa lucha, amable y exigente a la vez, por
realizar hasta el fondo la voluntad de Dios.
Desde la vida de oración podemos
entender el apostolado, el poner por obra las enseñanzas de Jesús, trasmitidas
a los suyos poco antes de subir a los cielos: seréis mis testigos en
Jerusalén y en toda la Judea y Samaría y hasta el fin del mundo (Hch 1,
8). Con la maravillosa normalidad de lo divino, el alma contemplativa se
desborda en afán apostólico: me ardía el corazón dentro del pecho, se
encendía el fuego en mi meditación (Ps 38, 4). ¿Qué fuego es ése sino el
mismo del que habla Cristo: fuego he venido a traer a la tierra y qué he
de querer sino que arda? (Lc 12, 49). Fuego de apostolado que se
robustece en la oración: no hay medio mejor que éste para desarrollar, a lo
largo y a lo ancho del mundo, esa batalla pacífica en la que cada cristiano
está llamado a participar.
Jesús se ha ido a los cielos, decíamos.
Pero el cristiano puede, en la oración y en la Eucaristía, tratarle como le
trataron los primeros doce, encenderse en su celo apostólico, para hacer con El
un servicio de corredención, que es sembrar la paz y la alegría. Apóstol es el
cristiano que se siente injertado en Cristo, identificado con Cristo, llamado a
servir a Dios con su acción en el mundo, por el sacerdocio común de los fieles,
que confiere una cierta participación en el sacerdocio de Cristo, que -siendo
esencialmente distinta de aquella que constituye el sacerdocio ministerial-
capacita para tomar parte en el culto de la Iglesia, y para ayudar a los
hombres en su camino hacia Dios, con el testimonio de la palabra y del ejemplo,
con la oración y con la expiación.
Cristo ha subido a los cielos, pero ha
trasmitido a todo lo humano honesto la posibilidad concreta de ser redimido.
San Gregorio Magno recoge este gran tema cristiano con palabras incisivas: “Partía
así Jesús hacia el lugar de donde era, y volvía del lugar en el que continuaba
morando. En efecto, en el momento en el que subía al Cielo, unía con su
divinidad el Cielo y la tierra. En la fiesta de hoy conviene destacar
solemnemente el hecho de que haya sido suprimido el decreto que nos condenaba,
el juicio que nos hacía sujetos de corrupción. La naturaleza a la que se
dirigía las palabras tú eres polvo y volverás al polvo (Gen III, 19), esa misma
naturaleza ha subido hoy al Cielo con Cristo”[1].
No me cansaré de repetir, por tanto,
que el mundo es santificable; que a los cristianos nos toca especialmente esa
tarea, purificándolo de las ocasiones de pecado con que los hombres lo afeamos,
y ofreciéndolo al Señor como hostia espiritual, presentada y dignificada con la
gracia de Dios y con nuestro esfuerzo. En rigor, no se puede decir que haya
nobles realidades exclusivamente profanas, una vez que el Verbo se ha dignado
asumir una naturaleza humana íntegra y consagrar la tierra con su presencia y
con el trabajo de sus manos.
Tenemos una gran tarea por delante. No
cabe la actitud de permanecer pasivos, porque el Señor nos declaró expresamente:
negociad, mientras vengo (Lc 19, 13). Mientras esperamos el
retorno del Señor, que volverá a tomar posesión plena de su Reino, no podemos
estar cruzados de brazos. La extensión del Reino de Dios no es sólo tarea
oficial de los miembros de la Iglesia que representan a Cristo, porque han
recibido de El los poderes sagrados. Vosotros también sois cuerpo de Cristo
(1Cor 12, 27), nos señala el Apóstol, con el mandato concreto de negociar hasta
el fin.
Nos recuerda la fiesta de hoy que el
celo por almas es un mandato amoroso del Señor, que, al subir a su gloria, nos
envía como testigos suyos por el orbe entero. Grande es nuestra
responsabilidad. Hemos de conducirnos de tal manera, que los demás puedan
decir, al vernos: éste es cristiano, porque no odia, porque sabe comprender,
porque no es fanático, porque está por encima de los instintos, porque es
sacrificado, porque manifiesta sentimientos de paz, porque ama.
Atravesamos una época en la que los
fanáticos y los intransigentes -incapaces de admitir razones ajenas- se curan
en salud, tachando de violentos y agresivos a los que son sus víctimas. No
tengo vocación de profeta de desgracias. No deseo con mis palabras presentaros
un panorama desolador, sin esperanza. No pretendo quejarme de estos tiempos, en
los que vivimos por providencia del Señor. Amamos esta época nuestra, porque es
el ámbito en el que hemos de lograr nuestra personal santificación. No
admitimos nostalgias ingenuas y estériles: el mundo no ha estado nunca mejor.
Desde siempre, desde la cuna de la Iglesia, cuando aún se escuchaba la
predicación de los primeros doce, surgieron ya violentas las persecuciones,
comenzaron las herejías, se propaló la mentira y se desencadenó el odio.
El Señor -repito- nos ha dado el mundo
por heredad. Y hemos de tener el alma y la inteligencia despiertas; hemos de
ser realistas, sin derrotismos. Hemos de ser optimistas, pero con un optimismo
que nace de la fe en el poder de Dios -Dios no pierde batallas-, con un
optimismo que no procede de la satisfacción humana, de una complacencia necia y
presuntuosa.
El cristiano ha de mostrarse siempre
dispuesto a convivir con todos, a dar a todos -con su trato- la posibilidad de
acercarse a Cristo Jesús. No es admisible pensar que, para ser cristiano, haya
que dar la espalda al mundo, ser un derrotista de la naturaleza humana. Todo,
hasta el más pequeño de los acontecimientos honestos, encierra un sentido
humano y divino. Cristo, perfecto hombre, no ha venido a destruir lo humano,
sino a ennoblecerlo, asumiendo nuestra naturaleza humana, menos el pecado: ha
venido a compartir todos los afanes del hombre, menos la triste aventura del
mal.
La fiesta de la Ascensión del Señor nos
sugiere también otra realidad; el Cristo que nos anima a esta tarea en el
mundo, nos espera en el Cielo. En otras palabras: la vida en la tierra, que
amamos, no es lo definitivo; pues no tenemos aquí ciudad permanente, sino
que andamos en busca de la futura (Heb 13, 14). Cuidemos, sin embargo, de
no interpretar la Palabra de Dios en los límites de estrechos horizontes. El
Señor no nos impulsa a ser infelices mientras caminamos, esperando sólo la
consolación en el más allá. Dios nos quiere felices también aquí, pero
anhelando el cumplimiento definitivo de esa otra felicidad, que sólo Él puede
colmar enteramente.
Cristo nos espera. Vivamos ya como
ciudadanos del cielo (Phil 3, 20), siendo plenamente ciudadanos de la
tierra, en medio de dificultades, de injusticias, de incomprensiones, pero
también en medio de la alegría y de la serenidad que da el saberse hijo amado
de Dios. Seamos almas contemplativas, con diálogo constante, tratando al Señor
a todas horas; desde el primer pensamiento del día al último de la noche,
poniendo de continuo nuestro corazón en Jesucristo Señor Nuestro, llegando a Él
por Nuestra Madre Santa María y, por Él, al Padre y al Espíritu Santo.
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