Canto a la
libertad
Resumen literal de la
homilía “La
libertad, don de Dios” de san Josemaría (Amigos de Dios, 23-38)
Entiendo muy bien... aquellas palabras del Obispo de Hipona, que suenan como
un maravilloso canto a la libertad: “Dios, que te creó sin ti, no te salvará
sin ti”[1],
porque nos movemos siempre cada uno de nosotros, tú, yo, con la posibilidad -la
triste desventura- de alzarnos contra Dios, de rechazarle (…) sólo nosotros, los
hombres -no hablo aquí de los ángeles- nos unimos al Creador por el ejercicio
de nuestra libertad: podemos rendir o negar al Señor la gloria que le
corresponde como Autor de todo lo que existe.
Volvamos la mirada a
nuestro Jesús, cuando hablaba a las gentes por las ciudades y los campos de
Palestina. No pretende imponerse. Si quieres ser perfecto... (Mt
19, 21), dice al joven rico. Aquel muchacho rechazó la insinuación.
Considerad ahora el
momento sublime en el que el Arcángel San Gabriel anuncia a Santa María el
designio del Altísimo. Nuestra Madre escucha, y pregunta para comprender mejor
lo que el Señor le pide; luego, la respuesta firme: fiat!, ¡hágase en
mí según tu palabra! (Lc 1, 38), el fruto de la mejor libertad: la de
decidirse por Dios.
En todos los misterios de
nuestra fe católica aletea ese canto a la libertad. La Trinidad Beatísima saca
de la nada el mundo y el hombre, en un libre derroche de amor. El Verbo baja
del Cielo y toma nuestra carne con este sello estupendo de la libertad en el
sometimiento para salvar a la humanidad de la esclavitud del pecado. Había
anunciado a los suyos...: “doy mi vida para tomarla otra vez. Nadie me la arranca, sino que
yo la doy de mi propia voluntad, y yo soy dueño de darla y dueño de recobrarla”
(Jn 10, 17-18).
(...) Pero la libertad no se basta a sí misma: necesita un norte, una guía.
“No cabe que el alma ande sin ninguno que la rija; y para esto se la ha
redimido de modo que tenga por Rey a Cristo, cuyo yugo es suave y su carga
ligera (Mt 1, 30), y no el diablo, cuyo reino es pesado”[2].
Rechazad el engaño de los que se conforman con un triste vocerío: ¡libertad,
libertad! Muchas veces, en ese mismo clamor se esconde una trágica
servidumbre: porque la elección que prefiere el error, no libera; el único que
libera es Cristo (cf Gal 4, 31.), ya que sólo Él es el Camino, la Verdad y la
Vida (cf Jn 14, 6).
Cada uno de nosotros ha
experimentado alguna vez que servir a Cristo Señor Nuestro comporta dolor y
fatiga. Pero hay hombres que no entienden, que se rebelan contra el Creador
-una rebelión impotente, mezquina, triste-, que repiten ciegamente la queja
inútil que recoge el Salmo: “rompamos sus ataduras y sacudamos lejos de
nosotros su dominio” (Ps 2, 3). Son almas que hacen barricadas con la
libertad. ¡Mi libertad, mi libertad! La tienen, y no la siguen; la miran, la
ponen como un ídolo de barro dentro de su entendimiento mezquino (...) El que no escoge -¡con plena libertad!- una norma recta de
conducta, tarde o temprano se verá manejado por otros, vivirá en la indolencia
-como un parásito-, sujeto a lo que determinen los demás. Se prestará a ser
zarandeado por cualquier viento, y otros resolverán siempre por él.
(...) ¡Pero nadie me
coacciona!, repiten obstinadamente. ¿Nadie? Todos coaccionan esa ilusoria
libertad, que no se arriesga a aceptar responsablemente las consecuencias de
actuaciones libres, personales. Donde no hay amor de Dios, se produce un vacío
de individual y responsable ejercicio de la propia libertad: allí -no obstante
las apariencias- todo es coacción.
(...) Cuando, durante mis años
de sacerdocio, no diré que predico, sino que grito mi amor a la libertad
personal, noto en algunos un gesto de desconfianza, como si sospechasen que la
defensa de la libertad entrañara un peligro para la fe. Que se tranquilicen
esos pusilánimes. Exclusivamente atenta contra la fe una equivocada
interpretación de la libertad, una libertad sin fin alguno, sin norma objetiva,
sin ley, sin responsabilidad. En una palabra: el libertinaje. Desgraciadamente,
es eso lo que algunos propugnan; esta reivindicación sí que constituye un
atentado a la fe.
Por eso no es exacto
hablar de libertad de conciencia, que equivale a valorar como de buena
categoría moral que el hombre rechace a Dios. Yo defiendo con todas mis fuerzas
la libertad de las conciencias[3],
que denota que a nadie le es lícito impedir que la criatura tribute culto a
Dios. Hay que respetar las legítimas ansias de verdad: el hombre tiene
obligación grave de buscar al Señor, de conocerle y de adorarle, pero nadie en
la tierra debe permitirse imponer al prójimo la práctica de una fe; lo mismo
que nadie puede arrogarse el derecho de hacer daño al que la ha recibido de
Dios.
Nuestra Santa Madre la
Iglesia se ha pronunciado siempre por la libertad, y ha rechazado todos los
fatalismos, antiguos y menos antiguos. Ha señalado que cada alma es dueña de su
destino, para bien o para mal: “Vuelvo a levantar mi corazón en acción de
gracias a mi Dios, a mi Señor –decía san Agustín-, porque nada le
impedía habernos creado impecables, con un impulso irresistible hacia el bien,
pero juzgó que serían mejores sus servidores si libremente le servían”[4].
Permitidme que insista en esto; es muy claro y lo podemos
comprobar con frecuencia a nuestro alrededor o en nuestro propio yo: ningún
hombre escapa a algún tipo de servidumbre. Unos se postran delante del dinero;
otros adoran el poder; otros, la relativa tranquilidad del escepticismo; otros
descubren en la sensualidad su becerro de oro. Y lo mismo ocurre con las cosas
nobles. Nos afanamos en un trabajo, en una empresa de proporciones más o menos
grandes, en el cumplimiento de una labor científica, artística, literaria,
espiritual. Si se pone empeño, si existe verdadera pasión, el que se entrega
vive esclavo, se dedica gozosamente al servicio de la finalidad de su tarea.
(...) ¿De dónde nos viene esta
libertad? De Cristo, Señor Nuestro. Esta es la libertad con la que El nos ha
redimido (cf Gal 4, 31). Los cristianos no tenemos que pedir prestado a nadie
el verdadero sentido de este don, porque la única libertad que salva al hombre
es cristiana. Nuestra fe cristiana, además, nos lleva a asegurar a todos un
clima de libertad, comenzando por alejar cualquier tipo de engañosas coacciones
en la presentación de la fe. Si somos arrastrados a Cristo, sin querer; se usa
entonces la violencia. “Sin que uno quiera –dice san Agustín- se
puede entrar en la Iglesia; sin que uno quiera se puede acercar al altar;
puede, sin quererlo, recibir el Sacramento. Pero sólo puede creer el que quiere”[5].
Cuando se respira ese
ambiente de libertad, se entiende claramente que el obrar mal no es una
liberación, sino una esclavitud. Os lo repito: no acepto otra esclavitud que la
del Amor de Dios. Y esto porque, como ya os he comentado en otros momentos, la
religión es la mayor rebeldía del hombre que no tolera vivir como una bestia,
que no se conforma -no se aquieta- si no trata y conoce al Creador. Os quiero
rebeldes, libres de toda atadura, porque os quiero -¡nos quiere Cristo!- hijos
de Dios. Esclavitud o filiación divina: he aquí el dilema de nuestra vida. O
hijos de Dios o esclavos de la soberbia, de la sensualidad, de ese egoísmo
angustioso en el que tantas almas parecen debatirse.
Hemos de rogar al Señor
-a través de su Madre y Madre nuestra- que nos aumente su amor, que nos conceda
probar la dulzura de su presencia; porque sólo cuando se ama se llega a la
libertad más plena: la de no querer abandonar nunca, por toda la eternidad, el
objeto de nuestros amores.
[1]
S. Agustín, Sermo CLXIX, 13 (PL 38, 923)
[2]
Orígenes, Commentarii in Epistolam ad Romanos, 5, 6 (PG 14, 1034-1035).
[3]
León XIII, Enc. Libertas praestantissimum, 20-VI-1888, ASS 20 (1888),
606.
[4]
S. Agustín, Ibidem (PL 34, 134).
[5]
S. Agustín, In Ioannis Evangelium tractatus, 26, 2 (PL 35, 1607).
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