martes, 20 de septiembre de 2011

Sobre la libertad del hombre


Canto a la libertad
Resumen literal de la homilía “La libertad, don de Dios” de san Josemaría (Amigos de Dios, 23-38)






         Entiendo muy bien... aquellas palabras del Obispo de Hipona, que suenan como un maravilloso canto a la libertad: “Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti[1], porque nos movemos siempre cada uno de nosotros, tú, yo, con la posibilidad -la triste desventura- de alzarnos contra Dios, de rechazarle (…) sólo nosotros, los hombres -no hablo aquí de los ángeles- nos unimos al Creador por el ejercicio de nuestra libertad: podemos rendir o negar al Señor la gloria que le corresponde como Autor de todo lo que existe.

         Volvamos la mirada a nuestro Jesús, cuando hablaba a las gentes por las ciudades y los campos de Palestina. No pretende imponerse. Si quieres ser perfecto... (Mt 19, 21), dice al joven rico. Aquel muchacho rechazó la insinuación.
         Considerad ahora el momento sublime en el que el Arcángel San Gabriel anuncia a Santa María el designio del Altísimo. Nuestra Madre escucha, y pregunta para comprender mejor lo que el Señor le pide; luego, la respuesta firme: fiat!, ¡hágase en mí según tu palabra! (Lc 1, 38), el fruto de la mejor libertad: la de decidirse por Dios.

         En todos los misterios de nuestra fe católica aletea ese canto a la libertad. La Trinidad Beatísima saca de la nada el mundo y el hombre, en un libre derroche de amor. El Verbo baja del Cielo y toma nuestra carne con este sello estupendo de la libertad en el sometimiento para salvar a la humanidad de la esclavitud del pecado. Había anunciado a los suyos...: “doy mi vida para tomarla otra vez. Nadie me la arranca, sino que yo la doy de mi propia voluntad, y yo soy dueño de darla y dueño de recobrarla” (Jn 10, 17-18).

        (...) Pero la libertad no se basta a sí misma: necesita un norte, una guía. “No cabe que el alma ande sin ninguno que la rija; y para esto se la ha redimido de modo que tenga por Rey a Cristo, cuyo yugo es suave y su carga ligera (Mt 1, 30), y no el diablo, cuyo reino es pesado[2]. Rechazad el engaño de los que se conforman con un triste vocerío: ¡libertad, libertad! Muchas veces, en ese mismo clamor se esconde una trágica servidumbre: porque la elección que prefiere el error, no libera; el único que libera es Cristo (cf Gal 4, 31.), ya que sólo Él es el Camino, la Verdad y la Vida (cf Jn 14, 6).

         Cada uno de nosotros ha experimentado alguna vez que servir a Cristo Señor Nuestro comporta dolor y fatiga. Pero hay hombres que no entienden, que se rebelan contra el Creador -una rebelión impotente, mezquina, triste-, que repiten ciegamente la queja inútil que recoge el Salmo: “rompamos sus ataduras y sacudamos lejos de nosotros su dominio” (Ps 2, 3). Son almas que hacen barricadas con la libertad. ¡Mi libertad, mi libertad! La tienen, y no la siguen; la miran, la ponen como un ídolo de barro dentro de su entendimiento mezquino (...) El que no escoge -¡con plena libertad!- una norma recta de conducta, tarde o temprano se verá manejado por otros, vivirá en la indolencia -como un parásito-, sujeto a lo que determinen los demás. Se prestará a ser zarandeado por cualquier viento, y otros resolverán siempre por él.
       (...)  ¡Pero nadie me coacciona!, repiten obstinadamente. ¿Nadie? Todos coaccionan esa ilusoria libertad, que no se arriesga a aceptar responsablemente las consecuencias de actuaciones libres, personales. Donde no hay amor de Dios, se produce un vacío de individual y responsable ejercicio de la propia libertad: allí -no obstante las apariencias- todo es coacción.

        (...) Cuando, durante mis años de sacerdocio, no diré que predico, sino que grito mi amor a la libertad personal, noto en algunos un gesto de desconfianza, como si sospechasen que la defensa de la libertad entrañara un peligro para la fe. Que se tranquilicen esos pusilánimes. Exclusivamente atenta contra la fe una equivocada interpretación de la libertad, una libertad sin fin alguno, sin norma objetiva, sin ley, sin responsabilidad. En una palabra: el libertinaje. Desgraciadamente, es eso lo que algunos propugnan; esta reivindicación sí que constituye un atentado a la fe.

         Por eso no es exacto hablar de libertad de conciencia, que equivale a valorar como de buena categoría moral que el hombre rechace a Dios. Yo defiendo con todas mis fuerzas la libertad de las conciencias[3], que denota que a nadie le es lícito impedir que la criatura tribute culto a Dios. Hay que respetar las legítimas ansias de verdad: el hombre tiene obligación grave de buscar al Señor, de conocerle y de adorarle, pero nadie en la tierra debe permitirse imponer al prójimo la práctica de una fe; lo mismo que nadie puede arrogarse el derecho de hacer daño al que la ha recibido de Dios.

         Nuestra Santa Madre la Iglesia se ha pronunciado siempre por la libertad, y ha rechazado todos los fatalismos, antiguos y menos antiguos. Ha señalado que cada alma es dueña de su destino, para bien o para mal: “Vuelvo a levantar mi corazón en acción de gracias a mi Dios, a mi Señor –decía san Agustín-, porque nada le impedía habernos creado impecables, con un impulso irresistible hacia el bien, pero juzgó que serían mejores sus servidores si libremente le servían[4].

         Permitidme que insista en esto; es muy claro y lo podemos comprobar con frecuencia a nuestro alrededor o en nuestro propio yo: ningún hombre escapa a algún tipo de servidumbre. Unos se postran delante del dinero; otros adoran el poder; otros, la relativa tranquilidad del escepticismo; otros descubren en la sensualidad su becerro de oro. Y lo mismo ocurre con las cosas nobles. Nos afanamos en un trabajo, en una empresa de proporciones más o menos grandes, en el cumplimiento de una labor científica, artística, literaria, espiritual. Si se pone empeño, si existe verdadera pasión, el que se entrega vive esclavo, se dedica gozosamente al servicio de la finalidad de su tarea.

        (...) ¿De dónde nos viene esta libertad? De Cristo, Señor Nuestro. Esta es la libertad con la que El nos ha redimido (cf Gal 4, 31). Los cristianos no tenemos que pedir prestado a nadie el verdadero sentido de este don, porque la única libertad que salva al hombre es cristiana. Nuestra fe cristiana, además, nos lleva a asegurar a todos un clima de libertad, comenzando por alejar cualquier tipo de engañosas coacciones en la presentación de la fe. Si somos arrastrados a Cristo, sin querer; se usa entonces la violencia. “Sin que uno quiera –dice san Agustín- se puede entrar en la Iglesia; sin que uno quiera se puede acercar al altar; puede, sin quererlo, recibir el Sacramento. Pero sólo puede creer el que quiere[5].

         Cuando se respira ese ambiente de libertad, se entiende claramente que el obrar mal no es una liberación, sino una esclavitud. Os lo repito: no acepto otra esclavitud que la del Amor de Dios. Y esto porque, como ya os he comentado en otros momentos, la religión es la mayor rebeldía del hombre que no tolera vivir como una bestia, que no se conforma -no se aquieta- si no trata y conoce al Creador. Os quiero rebeldes, libres de toda atadura, porque os quiero -¡nos quiere Cristo!- hijos de Dios. Esclavitud o filiación divina: he aquí el dilema de nuestra vida. O hijos de Dios o esclavos de la soberbia, de la sensualidad, de ese egoísmo angustioso en el que tantas almas parecen debatirse.

         Hemos de rogar al Señor -a través de su Madre y Madre nuestra- que nos aumente su amor, que nos conceda probar la dulzura de su presencia; porque sólo cuando se ama se llega a la libertad más plena: la de no querer abandonar nunca, por toda la eternidad, el objeto de nuestros amores.



[1] S. Agustín, Sermo CLXIX, 13 (PL 38, 923)
[2] Orígenes, Commentarii in Epistolam ad Romanos, 5, 6 (PG 14, 1034-1035).
[3] León XIII, Enc. Libertas praestantissimum, 20-VI-1888, ASS 20 (1888), 606.
[4] S. Agustín, Ibidem (PL 34, 134).
[5] S. Agustín, In Ioannis Evangelium tractatus, 26, 2 (PL 35, 1607).

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