Remar mar adentro
Resumen literal de la Carta apostólica El nuevo milenio(Novo millennio ineunte) de Juan Pablo II, 6 enero 2001.
La entrada en un nuevo milenio ha favorecido ciertamente,sin ceder a fantasías milenaristas, la percepción del misterio de Cristo en elhorizonte de la historia de la salvación. Contemplado en su misterio divino yhumano, Cristo es el fundamento y el centro de la historia, de la cual es elsentido y la meta última. Y contemplando a Cristo, hemos adorado al Padre y alEspíritu, la única e indivisible Trinidad.
Con mirada más pura, no sólo cada uno individualmente,también toda la Iglesia ha querido recordar las infidelidades con las cualestantos hijos suyos, a lo largo de la historia, han ensombrecido su rostro. Examende conciencia, conscientes de que la Iglesia es santa y a la vez tienenecesidad de purificación[1]. Estapurificación de la memoria ha reforzado nuestros pasos en el camino hacia elfuturo, haciéndonos más humildes. Sin embargo la viva conciencia penitencial nonos ha impedido dar gloria al Señor por todo lo que ha obrado a lo largo de lossiglos y especialmente concediendo a su Iglesia una gran multitud de santos yde mártires. La santidad se ha manifestado más que nunca; la santidadrepresenta en vivo el rostro de Cristo.
Ahora tenemos que mirar hacia delante, debemos “remarmar adentro”, confiando en la palabra de Cristo: Duc in altum!, experimentadoen iniciativas concretas. Es importante que lo que nos propongamos, con laayuda de Dios, esté fundado en la contemplación y en la oración. El nuestro esun tiempo de activismo, con el riesgo fácil del “hacer por hacer”. Tenemos queresistir esta tentación.
“Queremos ver a Jesús”(Jn 12,21): como aquellos peregrinos de hace dos mil años, los hombres denuestro tiempo, quizá no siempre conscientemente, piden a los creyentes de hoyno sólo “hablar” de Cristo. Nosotros hemos de ser los primeros contempladoresde su rostro. La contemplación del rostro de Cristo se centra sobre todo en loque de él dice la Sagrada Escritura. En realidad los Evangelios no pretendenser una biografía completa de Jesús. Bajo la acción del Espíritu Santo,descubren el dato humanamente desconcertante del nacimiento virginal de Jesúsde María, esposa de José; recogen los datos sobre su vida de “hijo delcarpintero”; hablan de su religiosidad; nos lo presentan en camino por ciudadesy aldeas. Coinciden además en mostrar la creciente tensión que hay entre Jesúsy los grupos dominantes de la sociedad religiosa de su tiempo, hasta la crisisfinal que tiene su epílogo dramático en el Gólgota, a la que seguirá una nueva,radiante y definitiva aurora. Señalan la tumba vacía, lo experimentan vivo yradiante.
¡Éles el Resucitado! Si no fuese así, vana sería nuestra predicación y vananuestra fe (cf 1Cor 15,14). La resurrección fue la respuesta del Padre. LaIglesia mira ahora a Cristo resucitado. Lo hace siguiendo los pasos de Pedro.Lo hace unida a Pablo. En el rostro de Cristo ella, su Esposa, contempla sutesoro y su alegría. Animada por esta experiencia, retoma hoy su camino para anunciara Cristo al mundo.
Conscientes de esta presencia del Resucitado entre nosotrosnos planteamos “¿Qué hemos de hacer,hermanos?” (Hch 2,37). El programa ya existe. Es el de siempre, recogido enel Evangelio y en la Tradición viva. En primer lugar, no dudo en decir que laperspectiva es la de la santidad. Conviene descubrir el capítulo V de Lumen gentium dedicado a la “vocación universala la santidad”. Este don de santidad se da a cada bautizado. Es un compromisoque no sólo afecta a algunos cristianos. Sería un contrasentido contentarse conuna vida mediocre, vivida según una ética minimalista y una religiosidadsuperficial. Este ideal de perfección no ha de ser malentendido, como siimplicase una especie de vida extraordinaria, practicable sólo por algunos“genios”.
Es necesario un cristianismo que se distinga ante todo en el arte de la oración… Es preciso aprender a orar; es el secreto de un cristianismo realmente vital. Hoy se detecta una difusa exigencia de espiritualidad, una renovada necesidad de orar. También las otras religiones ofrecen sus propias respuestas a esta necesidad. La oración es verdadero y propio diálogo de amor con Cristo y no se expresa solamente en petición de ayuda. Se equivoca quien piense que el común de los cristianos se puede conformar con una oración superficial. Serían cristianos mediocres, “cristianos con riesgo” que quizás acabarían por ceder a la seducción de los sucedáneos y transigiendo incluso conformas extravagantes de superstición.
Dios nos pide una colaboración real a su gracia y, por tanto, nos invita a utilizar todos los recursos. La oración nos hace vivir precisamente en esta verdad. “Maestro, hemos bregado toda la noche y no hemos cogido nada” (Lc 5,5). Este es el momento de la fe, de la oración, del diálogo con Dios y de decir: “En tu nombre, echaré las redes” (ib).
El compromiso de la evangelización es indudablemente una prioridad. Ha pasado ya la situación de una “sociedad cristiana”. Hoy se ha de afrontar la nueva evangelización y hace falta reavivar en nosotros el impulso de los orígenes, el ardor de después de Pentecostés. Esta pasión no podrá ser delegada a unos pocos “especialistas”. Es necesario un compromiso cotidiano. Esto debe hacerse respetando debidamente cada persona y atendiendo a las diversas culturas de tal manera que no se nieguen los valores peculiares de cada pueblo.
“En esto conocerán todos que sois discípulos míos…” (Jn 13,35) es el mandamiento del amor que él nos dio. Si faltara la caridad, todo sería inútil.
Es necesario, pues, que la Iglesia del tercer milenio impulse a todos a tomar conciencia de la propia responsabilidad. Se ha de hacer un generoso esfuerzo, sobre todo con la oración insistente, al Dueño de la mies (cf Mt 9,38) en la promoción de las vocaciones. En particular es necesario descubrir cada vez mejor la vocación propia de los laicos. Tiene gran importancia el deber de promover las diversas realidades de asociación, los nuevos movimientos eclesiales, auténtica primavera del Espíritu.
Una atención especial se ha de prestar también a la pastoral de la familia. Que las familias cristianas ofrezcan un ejemplo convincente de la posibilidad de un matrimonio vivido de manera plenamente conforme al proyecto de Dios y a las verdaderas exigencias de la persona humana.
Si verdaderamente hemos partido de la contemplación del rostro de Cristo, tenemos que saberlo descubrir sobre todo en el rostro de aquellos con los que él mismo ha querido identificarse. Que nadie quede excluido de nuestro amor, atendiendo a cuantos recurrían a él para toda clase de necesidades espirituales y materiales.
Las nuevas pobrezas afectan a menudo a ambientes y grupos no carentes de recursos económicos pero expuestos al sinsentido, a la insidia de la droga, al abandono, a la marginación o a la discriminación social. Se trata de continuar una tradición de caridad que ya ha tenido muchísimas manifestaciones en los dos milenios pasados. Es la hora de una nueva “imaginación de la caridad” no como limosna humillante. Tenemos que actuar de tal manera que los pobres se sientan como “en su casa”.
¿Podemos quedar al margen ante las perspectivas de un desequilibrio ecológico, ante los problemas de la paz, frente al vilipendio de los derechos humanos fundamentales de tantas personas? Me refiero al deber de comprometerse en la defensa del respeto a la vida de cada ser humano desde la concepción hasta su ocaso natural. Las nuevas potencialidades de la ciencia nunca han de ignorar las exigencias de la ética. Es importante hacer un gran esfuerzo para explicar los motivos de las posiciones de la Iglesia; no se trata de imponer, sino de interpretar y defender los valores radicados en la naturaleza misma del ser humano.
Obviamente todo esto tiene que realizarse con un estilo específicamente cristiano: deben ser sobre todo los laicos, en virtud de su propia vocación, quienes se hagan presentes en estas tareas, sin ceder nunca a la tentación de reducir las comunidades cristianas a agencias sociales. Se debe rechazar la tentación de una espiritualidad oculta e individualista. Es muy actual a este respecto la enseñanza del Concilio Vaticano II: “El mensaje cristiano no aparta los hombres de la tarea de la construcción del mundo ni les impulsa a despreocuparse del bien de sus semejantes sino que les obliga más a llevar a cabo esto como un deber”[2].
Un nuevo siglo y un nuevo milenio se abren a la luz de Cristo. Es una tarea que nos hace temblar si nos fijamos en la debilidad, pero es posible si, expuestos a la luz de Cristo, sabemos abrirnos a su gracia.
En esta perspectiva se sitúa también el gran desafío del diálogo interreligioso… en la situación de un marcado pluralismo cultural y religioso. Es importante proponer una firme base de paz y alejar el espectro funesto de las guerras de religión. El diálogo es anuncio gozoso de un don para todos, y que se propone a todos con el mayor respeto a la libertad de cada uno, íntimamente dispuestos a la escucha. También diálogo cristiano con las filosofías, las culturas y las religiones. No es raro que el Espíritu de Dios suscite signos de su presencia que ayudan a los mismos discípulos de Cristo acomprender más profundamente el mensaje. La Iglesia reconoce que no sólo ha dado, sino que también ha recibido de la historia y del desarrollo del género humano.
A medida que pasan los años, aquellos textos del Concilio Vaticano II no pierden su valor ni su esplendor. Es necesario leerlos, que sean conocidos y asimilados. Con el Concilio se nos ha ofrecido una brújula segura para orientarnos en el camino.
¡Caminemos con esperanza! El Cristo contemplado y amado ahora, nos invita una vez más a ponernos en camino: “Id pues y haced discípulos a todas las gentes…” (Mt 28,19). Tengamos el mismo entusiasmo de los cristianos de los primeros tiempos, pues tenemos la fuerza del mismo Espíritu que fue enviado en Pentecostés. Nuestra andadura debe hacerse más rápida al recorrer los senderos del mundo. Cada domingo Cristo resucitado nos convoca de nuevo como en el Cenáculo para iniciarnos en la gran aventura de la evangelización. Nos acompaña en este camino la Santísima Virgen, “Estrella de la nueva evangelización”. “Mujer, he aquí a tus hijos”, le repito, evocando la voz misma de Jesús (cf Jn 19,26) y haciéndome voz, ante ella, del cariño de toda la Iglesia.
No volvamos a un anodino día a día. Al contrario, desentumecer nuestras piernas, imitar la intrepidez del apóstol Pablo, imitar la contemplación de María. Que Jesús resucitado, como a los discípulos de Emaús, nos encuentre vigilantes y preparados para reconocer su rostro y correr hacia nuestros hermanos para llevarles el gran anuncio: “¡Hemos visto al Señor!” (Jn 20,25).
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