jueves, 14 de julio de 2011

Sobre la mujer

Sobre la dignidad de la mujer

Resumen literal de la carta ap. sobre la dignidad de la mujer y su vocación (Mulieris dignitatem) de Juan Pablo II (15-VIII-1988, año mariano).

La dignidad de la mujer y su vocación, objeto constante de la reflexión humana y cristiana, ha asumido en estos últimos años una importancia muy particular. «Llega la hora, ha llegado la hora en que la vocación de la mujer se cumple en plenitud, la hora en que la mujer adquiere en el mundo una influencia, un peso, un poder jamás alcanzados hasta ahora». Las palabras de este Mensaje resumen lo que ya se había expresado en el Concilio Vaticano II. Similares tomas de posición habían manifestado Pío XII y Juan XXIII. Después del Concilio, Pablo VI expresó también el alcance de este «signo de los tiempos»; decía: «En el cristianismo, más que en cualquier otra religión, la mujer tiene desde los orígenes un estatuto especial de dignidad, del cual el Nuevo Testamento da testimonio en no pocos de sus importantes aspectos (...); es evidente que la mujer está llamada a formar parte de la estructura viva y operante del Cristianismo de un modo tan prominente que acaso no se hayan todavía puesto en evidencia todas sus virtualidades».

Es necesario comprender la razón y las consecuencias de la decisión del Creador que ha hecho que el ser humano no pueda existir sólo como mujer o como varón. La eterna verdad sobre el ser humano, hombre y mujer, es un misterio que sólo en el «Verbo encarnado encuentra verdadera luz (...). Cristo desvela plenamente el hombre al hombre y le hace consciente de su altísima vocación», como enseña el Concilio. El Hijo, Verbo consubstancial al Padre, nace como hombre de una mujer cuando llega «la plenitud de los tiempos». Este acontecimiento nos lleva al punto clave en la historia del hombre en la tierra, entendida como historia de la salvación. «Los hombres esperan de las diversas religiones la respuesta a los enigmas recónditos de la condición humana… Ya desde la antigüedad y hasta nuestros días se encuentra en los distintos pueblos una cierta percepción… a veces casi como «caminando a tientas» (cf. Act 17,27). Como hombre «nacido de mujer», constituye el punto culminante y definitivo de la autorrevelación de Dios a la humanidad.

«Creó pues Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, macho y hembra los creó» (Gen 1, 27). Ambos son seres humanos en el mismo grado. El hombre ¾ya sea hombre o mujer¾ es persona igualmente. En la descripción del Génesis (2, 18-25) la mujer es creada por Dios «de la costilla» del hombre y es puesta como otro «yo», es decir, como un interlocutor junto al hombre, el cual se siente solo en el mundo de las criaturas animadas que lo circunda y no halla en ninguna de ellas una «ayuda» adecuada a él.

Ser persona a imagen y semejanza de Dios comporta también existir en relación al otro «yo». Esto es preludio de la definitiva autorrevelación de Dios, Uno y Trino: unidad viviente en la comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

La doctrina revelada sobre el pecado «original» desvela lo que hay que llamar «el misterio del mal» en el mundo. El pecado provoca la ruptura de la unidad originaria, de la que gozaba el hombre y la mujer. La alteración de aquella originaria relación es amenaza más grave para la mujer. La mujer no puede convertirse en «objeto» de «dominio» y de «posesión» masculina y en los diversos campos de la convivencia social se encuentra en desventaja o discriminada por el hecho de ser mujer. Situaciones que, siendo objetivamente dañinas, es decir injustas, contienen y expresan la herencia del pecado que todos los seres humanos llevan en sí.

La justa oposición de la mujer frente a lo que expresan las palabras bíblicas «el te dominará» (Gen 3, 16) no puede de ninguna manera conducir a la «masculinización» en contra de su propia «originalidad» femenina. Se trata de una riqueza enorme. Los recursos personales de la feminidad son sólo diferentes.

En Jesucristo reconocemos sus actitudes hacia las mujeres; es sumamente sencillo y extraordinario si se considera el ambiente de su tiempo. Es algo universalmente admitido ¾incluso por parte de quienes se ponen en actitud crítica ante el mensaje cristiano¾ que Cristo fue el promotor de la verdadera dignidad de la mujer y de la vocación correspondiente a esta dignidad. A veces esto provocaba estupor, sorpresa, incluso llegaba hasta el límite del escándalo; «se sorprendían» los mismos discípulos de Cristo.

¡Qué significativo es el coloquio sobre el derecho «masculino» a «repudiar a la propia mujer por un motivo cualquiera» (Mt 19, 3)! y, consiguientemente, Cristo se refería también al derecho de la mujer a su justa posición en el matrimonio, a su dignidad. Jesús apela al «principio», a aquel designio divino.

Recorriendo las páginas del Evangelio pasan ante nuestros ojos un gran número de mujeres, de diversa edad y condición. A veces las mujeres lo acompañaban con los apóstoles por las ciudades y los pueblos anunciando el Evangelio del Reino de Dios; algunas de ellas «le asistían con sus bienes»: Juana, mujer del administrador de Herodes, Susana y «otras muchas» (cf. Lc 8, 1-3). Otras mujeres aparecen en las parábolas.

En Jesús no se encuentra nada que refleje la habitual discriminación de la mujer, propia del tiempo; por el contrario, sus palabras y sus obras expresan siempre el respeto y el honor debido a la mujer. Conoce la dignidad del hombre, el valor que tiene a los ojos de Dios. De esta manera todo tiene su plena explicación.

Junto a Cristo se descubren a sí mismas en la verdad (y) se sienten «liberadas», reintegradas, amadas; su posición social se transforma. En el pozo de Siquem estamos ante un acontecimiento sin precedentes (cf. Jn 4, 39-42), insólito si se tiene en cuenta el modo usual con que trataban a las mujeres los que enseñaban en Israel. Cristo habla con las mujeres acerca de las cosas de Dios y ellas le comprenden; se trata de una auténtica sintonía de mente y de corazón, una respuesta de fe. Jesús manifiesta aprecio por dicha respuesta, tan «femenina», y ¾como en el caso de la mujer cananea (cf. Mt 15, 28)¾ también admiración.

En el momento de la prueba definitiva y decisiva, a los pies de la Cruz estaban en primer lugar las mujeres que se mostraron más fuertes que los apóstoles. La mujer demuestra una sensibilidad especial, que encuentra confirmación particular también el día de la resurrección. Las mujeres son las primeras en llegar al sepulcro. Son las primeras que lo encuentran vacío. Son las primeras que oyen: «No está aquí, ha resucitado como lo había anunciado» (Mt 28, 6). Son igualmente las primeras en ser llamadas a anunciar esta verdad a los apóstoles (cf. Mt 28, 1-10; Lc 24, 8-11): «Vete donde mis hermanos y dilesFue María Magdalena y dijo a los discípulos que había visto al Señor y que había dicho estas palabras» (Jn 20, 16-18). Por esto ha sido llamada «la apóstol de los apóstoles». Jesús confiaba a las mujeres las verdades divinas, lo mismo que a los hombres.

Confirma y aclara el Espíritu Santo la verdad sobre la igualdad de ambos ¾hombre y mujer¾, esencial «igualdad»; el hecho de ser hombre o mujer no comporta aquí ninguna limitación en el orden sobrenatural de la gracia santificante: que «profeticen vuestros hijos» al igual que «vuestras hijas». La «igualdad» evangélica, constituye la base más evidente de la dignidad y vocación de la mujer en la Iglesia y en el mundo.

La maternidad expresa una creatividad muy importante de la mujer, de la cual depende de manera decisiva la misma humanidad. «Pondré enemistad entre ti y la mujer», Dios inicia en María, con su «fiat» materno («hágase en mí»), una nueva alianza con la humanidad, la Alianza eterna y definitiva en Cristo. También la maternidad de cada mujer, vista a la luz del Evangelio, no es solamente «de la carne y de la sangre»; indica la relación que existe entre la maternidad de la mujer y el misterio pascual.

En las enseñanzas de Cristo la maternidad está unida a la virginidad, aunque son cosas distintas. El celibato por el Reino de los cielos es una gracia especial por parte de Dios, que llama. Es un signo especial del Reino de Dios que ha de venir, al mismo tiempo sirve para dedicar a este Reino escatológico todas las energías del alma y del cuerpo de un modo exclusivo, durante la vida temporal.

Ya desde los comienzos del cristianismo hombres y mujeres se han orientado por este camino. Dejarlo todo y seguir a Cristo (cf. Mt 19, 27) no puede compararse con el simple quedarse soltera o célibe. La virginidad comporta la renuncia al matrimonio y, por tanto, también a la maternidad física, sin embargo se abre a la maternidad «según el espíritu» (cf. Rom 8, 4) que no priva a la mujer de sus prerrogativas y reviste formas múltiples.

«Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla» (Ef 5, 25-26). El texto recoge plenamente todo lo que constituye «el estilo» de Cristo al tratar a la mujer. El marido tendría que hacer suyos los elementos de este estilo con su esposa; y, de modo análogo, debería hacerlo el hombre, en cualquier situación, con la mujer.

El Apóstol escribió que: «En Jesucristo (...) no hay ya hombre ni mujer… no hay esclavo ni libre». Y ¡cuántas generaciones han sido necesarias para que, en la historia de la humanidad, este principio se llevara a la práctica con la abolición de la esclavitud! Y ¿Qué decir de tantas formas de esclavitud a las que están sometidos hombres y pueblos, y que todavía no han desaparecido de la escena de la historia? El desafío de la redención es interpretar una sumisión recíproca de ambos en el «temor de Cristo».

En la historia de la Iglesia, desde los primeros tiempos, había, junto a los hombres, numerosas mujeres, que personalmente se habían encontrado con Cristo y le habían seguido, y después de su partida «eras asiduas en la oración» juntamente con los Apóstoles en el cenáculo de Jerusalén hasta el día de Pentecostés. Aquel día, el Espíritu Santo habló por medio de «hijos e hijas» del Pueblo de Dios cumpliéndose así el anuncio del profeta Joel (cf. Act 2, 17). Aquellas mujeres y después otras, tuvieron una parte activa e importante en la vida de la Iglesia primitiva, mediante los propios carismas y con su servicio multiforme. En cada época y en cada país encontramos numerosas mujeres «perfectas» (cf. Prov 31, 10) que han participado en la misión de la Iglesia.

La fuerza moral de la mujer, su fuerza espiritual, se une a la conciencia de que Dios le confía de un modo especial el hombre, es decir, el ser humano. En este sentido, sobre todo el momento presente, espera la manifestación de aquel «genio» de la mujer, que asegure en toda circunstancia la sensibilidad por el hombre, por el hecho de que es ser humano. «Si conocieras el don de Dios» (Jn 4, 10), dice Jesús a la samaritana: don de Dios que El, creador y redentor, confía a la mujer, a toda mujer. La Iglesia ora para que todas las mujeres hallen su «vocación suprema».

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