El Espíritu de la verdad
Resumen literal de la Enc. Dominum e vivificantem (2ª parte) de Juan Pablo II, 18-V-1986, Pentecostés.
Cuando ya era inminente para Jesús el momento de dejar este mundo, anunció a los apóstoles”otro Paráclito”. Durante la cena pascual precisamente lo llama Paráclito, Consolador y también Intercesor o Abogado. “El Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo he dicho”. No sólo seguirá inspirando la predicación del Evangelio de salvación, sino que también ayudará a comprender mejor el justo significado del contenido del mensaje de Cristo, asegurando su continuidad e identidad de comprensión en medio de las condiciones y circunstancias mudables. El Espíritu de la verdad, dice luego, “os guiará hasta la verdad completa”... el misterio de Cristo en su globalidad.
El Espíritu Santo vendrá cuando Cristo se haya ido por medio de la Cruz; vendrá como causa de la Redención realizada por Cristo por voluntad del Padre. En el discurso pascual de despedida, se llega al cúlmen de la revelación trinitaria. Dios, en su vida íntima, “es amor”, amor esencial, común a las tres Personas divinas. El Espíritu Santo es Persona-Amor, Don increado del que deriva como de una fuente toda dádiva a las criaturas: el don de la existencia a todas las cosas mediante la creación y el don de la gracia a los hombres mediante la economía de la salvación.
Jesús, en el discurso del Cenáculo, añade: “Y cuando él venga, convencerá al mundo en lo referente al pecado, a la justicia y al juicio. En lo referente al pecado, porque no creen en mí; en lo referente a la justicia, porque me voy al Padre y ya no me veréis; en lo referente al juicio porque el príncipe de este mundo está juzgado”. En el pensamiento de Jesús, el pecado, la justicia y el juicio tienen un sentido muy preciso, distinto al que quizá alguno sería propenso a atribuir... Esta misión del Espíritu Santo es convencer al hombre de la salvación definitiva en Dios, del juicio o condenación con la que ha sido castigado el pecado de Satanás, “príncipe de este mundo”.
El Concilio explica cómo entiende el mundo: “la entera familia humana con el conjunto universal de las realidades entre las que éste vive; el mundo, teatro de la historia humana, con sus afanes, fracasos y victorias; el mundo que los cristianos creen fundado y conservado por el amor del Creador, esclavizado bajo la servidumbre del pecado, pero liberado por Cristo crucificado y resucitado, roto el poder del demonio, para que el mundo se transforme según el propósito divino y llegue a su consumación” (GS, 2)...
En la raíz del pecado humano está la mentira como radical rechazo de la verdad. El Espíritu que “todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios”, conoce desde el principio lo íntimo del hombre. El Espíritu de la verdad conoce la realidad originaria del pecado, causado en la voluntad del hombre por obra del “padre de la mentira”, de aquel que ya está juzgado.
Al hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, el Espíritu Santo da como don la conciencia... A pesar de todo el testimonio de la creación y de la economía salvífica, el espíritu de las tinieblas es capaz de mostrar a Dios como enemigo de la propia criatura y, ante todo, como enemigo del hombre, como fuente de peligro y de amenaza. Esto lo vemos confirmado en nuestros días en los que las ideologías ateas intentan desarraigar la religión en base al presupuesto de la “alineación del hombre”, como si el hombre fuera expropiado de su humanidad cuando, al aceptar la idea de Dios, le atribuye lo que pertenece al hombre y exclusivamente al hombre. El rechazo de Dios ha llegado hasta la declaración de su “muerte”. Esto es un absurdo conceptual pero la ideología de la “muerte de Dios” amenaza al hombre, como indica el Vaticano II cuando sometiendo a análisis la cuestión de la “autonomía de la realidad terrena”, afirma: “La criatura sin el Creador se esfuma... Más aún, por el olvido de Dios la propia criatura queda oscurecida”.
¿Por qué la blasfemia contra el Espíritu Santo es imperdonable? Porque la blasfemia consiste en el rechazo de aceptar la salvación que Dios ofrece por medio del Espíritu Santo que encuentra una resistencia interior, como una impermeabilidad de la conciencia, una “dureza de corazón”. En nuestro tiempo a esta actitud de mente y corazón corresponde quizá la pérdida del sentido del pecado, el rechazo de los Mandamientos de Dios “hasta el desprecio de Dios”. La conversión es purificación de la conciencia por medio de la sangre del Cordero.
Bajo el influjo del Paráclito se realiza la conversión del corazón humano que es condición indispensable para el perdón de los pecados. Sin una verdadera conversión que implica una contrición interior, y sin un propósito sincero y firme de enmienda, los pecados quedan “retenidos”, como afirma Jesús.
Si la conciencia es recta, ayuda entonces a resolver con acierto los numerosos problemas morales que se presentan al individuo y a la sociedad. Fruto de la recta conciencia es llamar por su nombre al bien y al mal como hace la Constitución conciliar Gaudium et spes: “Cuanto atenta contra la vida –homicidios de cualquier clase, genocidios, aborto, eutanasia y el mismo suicidio deliberado-; cuanto viola la integridad de la persona, como por ejemplo la mutilación, las torturas morales o físicas, los conatos sistemáticos para dominar la mente ajena; cuanto ofende a la dignidad humana como las condiciones infrahumanas de vida, las detenciones arbitrarias, las deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la trata de blancas y de jóvenes; o las condiciones laborales degradantes que reducen al operario al rango de mero instrumento de lucro, sin respeto a la libertad y a la responsabilidad de la persona humana”.
Y después de haber llamado por su nombre a los numerosos pecados tan frecuentes y difundidos en nuestros días, el mismo documento conciliar añade: “Todas estas prácticas y otras parecidas son en sí mismas infamantes, que degradan la civilización humana, deshonran más a sus autores que a sus víctimas y son totalmente contrarias al honor debido al Creador” (GS, 16).
La Iglesia no cesa de implorar a Dios la gracia de que no disminuya la rectitud en las conciencias humanas, que no se atenúe su sana sensibilidad ante el bien y el mal... tan unida a la acción íntima del Espíritu de la verdad.
La obra del Espíritu “que da vida” alcanza su cúlmen en el misterio de la Encarnación con el que se abre la fuente de la vida divina en la historia de la humanidad: el Espíritu Santo.
“La Palabra se hizo carne... y a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios”. Hijos de Dios son, en efecto, los que son guiados por el Espíritu de Dios. La filiación de la adopción divina nace en los hombres sobre la base del misterio de la Encarnación. Por tanto, aquella filiación divina, insertada en el alma humana con la gracia santificante, es obra del Espíritu Santo.
Es necesario ir más allá de la dimensión histórica del hecho; es necesario insertar, abarcando con la mirada de fe, los dos milenios de la acción del Espíritu de la verdad... Pero hay que mirar atrás, aun antes de Cristo: desde el principio, en todo el mundo y, especialmente en la economía de la antigua alianza. El Concilio Vaticano II nos recuerda la acción del Espíritu Santo incluso fuera del cuerpo visible de la Iglesia. Nos habla justamente de “todos los hombres de buena voluntad en cuyo corazón obra la gracia de modo visible. Dios es espíritu y los que adoran deben adorar «en espíritu y verdad»”. Estas palabras las pronunció Jesús en su diálogo con la samaritana.
Orando, la Iglesia profesa incesantemente su fe: existe en nuestro mundo creado un Espíritu que es un don increado. Es el Espíritu del Padre y del Hijo; como el Padre y el Hijo es increado, inmenso, eterno, omnipotente, Dios y Señor. A Él se dirige la Iglesia a lo largo de los intrincados caminos de la peregrinación del hombre sobre la tierra; y pide de modo incesante la rectitud de los actos humanos como obra suya; pide el gozo y el consuelo; pide la gracia y las virtudes; pide la salvación eterna, la felicidad, la alegría; pide “justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo”, en el que, según san Pablo, consiste el reino de Dios.
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