El Espíritu en la vida de la Iglesia y del mundo
Resumen literal de la Enc. Dominum e vivificantem (1ª parte) de Juan Pablo II, 18 mayo, Pentecostés, 1986.
Esta fe debe ser siempre fortalecida y profundizada en la conciencia del Pueblo de Dios. Desde León XIII, que publicó en 1897 la Encíclica dedicada enteramente al Espíritu Santo, pasando por Pío XII, que en otra Encíclica en 1943 se refirió al Espíritu Santo como principio vital de la Iglesia, en la cual actúa conjuntamente con Cristo, cabeza del Cuerpo místico, hasta el Concilio Vaticano II que ha hecho sentir la necesidad de una nueva profundización de la doctrina sobre el Espíritu Santo como subrayaba Pablo VI: “A la cristología y a la eclesiología debe suceder un estudio nuevo y un culto nuevo al Espíritu Santo justamente como necesario complemento de la doctrina conciliar”. Nos estimula también la herencia común con las Iglesias orientales las cuales han custodiado celosamente las riquezas extraordinarias de las enseñanzas de los Padres sobre el Espíritu Santo.
Las precedentes encíclicas El Redentor del hombre y Rico en misericordia celebran el hecho de nuestra salvación realizada en el Hijo, enviado por el Padre al mundo “para que el mundo se salve por él” (Jn 3,17) y “toda lengua proclame que Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre” (Filp 2,11). El Espíritu Santo que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria: él es una Persona divina que está en el centro de la fe cristiana y es la fuente y fuerza dinámica de la renovación de la Iglesia...
En la perspectiva de un cielo y una tierra que “pasarán”, la Iglesia sabe bien que adquieren especial elocuencia las “palabras que no pasarán”. Son las palabras de Cristo sobre el Espíritu Santo, fuente inagotable del “agua que brota para la vida eterna” (Jn 4,14).
Mesías literalmente significa “Cristo”, es decir “ungido”, y en la historia de la salvación quiere decir “ungido con el Espíritu Santo”. Ésta era la tradición profética del Antiguo Testamento. El Mesías de la estirpe de David, del tronco de Jesé, es precisamente aquella persona sobre la que “se posará” el Espíritu del Señor. El Mesías es el “ungido” y es el “enviado” y, según el libro de Isaías, es también el siervo elegido, el varón de dolores. Los textos proféticos deben leerse a la luz del Evangelio pero el Nuevo Testamento recibe una particular clarificación por la admirable luz contenida en los textos vetero-testamentarios.
Sobre el anuncio del futuro Mesías contenido en las palabras de Isaías se referirá Jesucristo al comienzo de su actividad mesiánica en Nazaret mismo, en la sinagoga, cuando abriendo el libro encontró el pasaje en que está escrito: “El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido el Señor”. Después de haber leído este fragmento, dijo a los presentes: “Esta Escritura que acabáis de escuchar se ha cumplido hoy”.
Su misión mesiánica es revelada por Juan Bautista que anuncia al Mesías-Cristo como el que “lleva” el Espíritu Santo, como Jesús revelará mejor en el cenáculo. Lo que Juan anuncia, se realiza a la vista de todos. Jesús de Nazaret va al Jordán para recibir también el bautismo de penitencia. Al ver que llega, Juan proclama: “He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. Y este testimonio es corroborado por otro testimonio de orden superior pues, mientras Jesús, después de ser bautizado, estaba en oración, “se abrió el cielo y bajó sobre él el Espíritu Santo en forma corporal, como una paloma” y al mismo tiempo “vino una voz del cielo que decía: Este es mi Hijo amado, en quien me complazco”.
En el discurso del cenáculo, el Espíritu Santo es revelado de una manera nueva y más plena pero la expresión definitiva tiene lugar el día de la resurrección. “Al atardecer de aquel primer día de la semana, estando cerradas las puertas, por miedo a los judíos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo. La paz con vosotros. Dicho esto, les mostró las manos y el costado.... Como el Padre me envió, también yo os envío. Dicho esto sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo”.
Lo que había sucedido entonces en el interior del Cenáculo “estando cerradas las puertas”, más tarde, el día de Pentecostés, es manifestado también al exterior, ante los hombres.
Leemos en un documento del Vaticano II: “El Espíritu Santo obraba ya sin duda en el mundo antes de que Cristo fuera glorificado. Sin embargo el día de Pentecostés descendió sobre los discípulos para permanecer con ellos para siempre; la Iglesia se manifestó públicamente ante la multitud; comenzó la difusión del evangelio por la predicación entre los paganos”. La “era de la Iglesia” comenzó con la “venida” del Espíritu Santo, reunidos en el cenáculo junto con María, la madre del Señor. La “era de la Iglesia” perdura a través de los siglos y las generaciones. En nuestro siglo…, esta “era de la Iglesia” se ha manifestado de manera especial por medio del Concilio Vaticano II. La enseñanza de este concilio está esencialmente impregnada por la verdad sobre el Espíritu Santo, rico magisterio que contiene propiamente todo lo que “el Espíritu dice a las iglesias” en la fase presente de la historia de la salvación...
Por desgracia, la resistencia al Espíritu Santo en la época moderna se concentra como contenido de la cultura y de la civilización, como filosofía, como ideología, como programa de acción y encuentra su máxima expresión en el materialismo. Por principio y de hecho, el materialismo excluye radicalmente la presencia y la acción de Dios que es Espíritu. Un materialismo verdadero y propio tiene carácter ateo y significa la aceptación de la muerte como final definitivo de la existencia humana. Todo lo que es material es corruptible y si el hombre es sólo “carne”, la muerte es para él un término insalvable. La vida humana es exclusivamente existir para morir.
Es necesario añadir que en el horizonte de la civilización actual, los signos y señales de muerte han llegado a ser particularmente presentes y frecuentes. Basta pensar en la carrera armamentística y en el peligro que conlleva de autodestrucción nuclear. Por otra parte, la indigencia y el hambre que lleva a la muerte... pero se vislumbran “signos de muerte” aún más sombríos: quitar la vida a los seres humanos aun antes de su nacimiento o antes de que llegue a la meta natural de la muerte. Nuevas guerras que privan de la vida o de la salud a centenares de miles de hombres. Y ¿cómo no recordar los atentados a la vida humana por parte del terrorismo, organizado incluso a escala internacional? Por desgracia esto es solamente un esbozo parcial e incompleto del cuadro de muerte que se está perfilando en nuestra época.
Signos de muerte que se multiplican, pero queda la certeza cristiana de que el viento “sopla donde quiere”, de que nosotros poseemos las primicias del Espíritu y que, podemos estar sujetos a los sufrimientos del tiempo que pasa, pero “gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo”.
Una espera llena de indefectible esperanza porque precisamente a este ser humano se ha acercado Dios que es Espíritu. Jesucristo es el testigo perenne de la victoria sobre la muerte. “Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos, dará también la vida a vuestros cuerpos”. En nombre de la resurrección de Cristo, la Iglesia anuncia la vida y al mismo tiempo anuncia al que da la vida. La Iglesia sirve a la vida consciente de lo que en el hombre hay de más profundo y esencial porque es espiritual e incorruptible. Como escribe el Vaticano II, precisamente en razón de la semejanza divina, el hombre “es la única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí misma” (GS, 24) en su dignidad de persona.
El Espíritu transforma el mundo humano desde dentro, desde el interior de los corazones y de las conciencias...
Que bajo la acción del Espíritu Paráclito se realice en nuestro mundo el proceso de verdadera maduración en la humanidad. “Que todos sean uno” a semejanza entre la unión de las Personas divinas. Que bajo el influjo del Paráclito, los hombres descubran esta dimensión divina de su ser y de su vida, que sean capaces de liberarse de los diversos determinismos materialistas. La madurez del hombre en esta vida está impedida por los condicionamientos y las presiones que ejercen las estructuras y los mecanismos dominantes en diversos sectores de la sociedad. El Espíritu Santo es el único que puede ayudar a las personas a liberarse de los viejos y nuevos determinismos, descubriendo la verdadera libertad.
Los cristianos, como testigos de la auténtica dignidad del hombre, por su obediencia al Espíritu Santo, contribuyen a la múltiple “renovación de la faz de la tierra” colaborando con sus hermanos a realizar y valorar todo lo que el progreso actual de la civilización tiene de bueno, noble y bello. Esto lo hacen como discípulos de Cristo que obra por virtud de su Espíritu en el corazón del hombre, despertando el anhelo del siglo futuro, alentando, purificando y robusteciendo aquellos generosos propósitos con los que la familia humana intenta hacer más llevadera su propia vida y someter la tierra a este fin.
Es un hecho histórico que la Iglesia salió del cenáculo el día de Pentecostés. Espiritualmente está siempre en el cenáculo, persevera en la oración, como los apóstoles, junto a María, la madre de Cristo. De este modo, la Iglesia, unida a la Virgen Madre se dirige incesantemente como esposa a su divino esposo como lo atestiguan las palabras del Apocalipsis: “El Espíritu y la esposa dicen al Señor Jesús: ¡Ven!” Es la esperanza del cumplimiento definitivo en Dios del reino eterno.
Ante él me arrodillo implorando, como Espíritu del Padre y del Hijo, que nos conceda a todos la bendición y la gracia que deseo a los hijos y a las hijas de la Iglesia y a toda la familia humana.
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