El sagrado Corazón de Jesús
Resumen literal de una homilía de san Josemaría en Es Cristo que pasa, n. 162-170.
Dios Padre se ha dignado concedernos, en el Corazón de su Hijo tesoros inagotables de amor, de misericordia, de cariño. Si queremos descubrir la evidencia de que Dios nos ama —de que no sólo escucha nuestras oraciones, sino que se nos adelanta—, nos basta seguir el mismo razonamiento de San Pablo: El que ni a su propio Hijo perdonó, sino que le entregó a la muerte por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con Él todas las cosas?
La gracia renueva al hombre desde dentro, y le convierte —de pecador y rebelde— en siervo bueno y fiel. Y la fuente de todas las gracias es el amor que Dios nos tiene y que nos ha revelado, no exclusivamente con las palabras: también con los hechos. El amor divino hace que la segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Verbo, el Hijo de Dios Padre, tome nuestra carne, es decir, nuestra condición humana, menos el pecado. Y el Verbo, la Palabra de Dios es la Palabra de la que procede el Amor.
En la fiesta de hoy, al considerar una vez más los misterios centrales de nuestra fe, nos maravillamos de cómo las realidades más hondas —ese amor de Dios Padre que entrega a su Hijo, y ese amor del Hijo que le lleva a caminar sereno hacia el Gólgota— se traducen en gestos muy cercanos a los hombres.
¿Quiero yo acaso la muerte del impío, dice el Señor, Yavé, y no más bien que se convierta de su mal camino y viva? Esas palabras nos explican toda la vida de Cristo, y nos hacen comprender por qué se ha presentado ante nosotros con un Corazón de carne, con un Corazón como el nuestro, que es prueba fehaciente de amor y testimonio constante del misterio inenarrable de la caridad divina.
Tengamos presente toda la riqueza que se encierra en estas palabras: Sagrado Corazón de Jesús.
Cuando en la Sagrada Escritura se habla del corazón, no se trata de un sentimiento pasajero, que trae la emoción o las lágrimas. Se habla del corazón para referirse a la persona que, como manifestó el mismo Jesucristo, se dirige toda ella —alma y cuerpo— a lo que considera su bien: porque donde está tu tesoro, allí estará también tu corazón.
Al recomendar la devoción a ese Sagrado Corazón, estamos recomendando que debemos dirigirnos íntegramente —con todo lo que somos: nuestra alma, nuestros sentimientos, nuestros pensamientos, nuestras palabras y nuestras acciones, nuestros trabajos y nuestras alegrías— a todo Jesús.
Os dará un corazón nuevo y os revestiré de un nuevo espíritu; os quitaré vuestro corazón de piedra y os daré en su lugar un corazón de carne... Pero fijaos en que Dios no nos declara: en lugar del corazón, os daré una voluntad de puro espíritu. No: nos da un corazón, y un corazón de carne, como el de Cristo. Yo no cuento con un corazón para amar a Dios, y con otro para amar a las personas de la tierra. Con el mismo corazón con el que he querido a mis padres y quiero a mis amigos, con ese mismo corazón amo yo a Cristo, y al Padre, y al Espíritu Santo y a Santa María. No me cansaré de repetirlo: tenemos que ser muy humanos; porque, de otro modo, tampoco podremos ser divinos.
El amor humano, el amor de aquí abajo en la tierra cuando es verdadero, nos ayuda a saborear el amor divino. Así entrevemos el amor con que gozaremos de Dios y el que mediará entre nosotros, allá en el cielo, cuando el Señor sea todo en todas las cosas. Ese comenzar a entender lo que es el amor divino nos empujará a manifestarnos habitualmente más compasivos, más generosos, más entregados.
Pero nadie vive ese amor, si no se forma en la escuela del Corazón de Jesús. Sólo si miramos y contemplamos el Corazón de Cristo, conseguiremos que el nuestro se libere del odio y de la indiferencia; solamente así sabremos reaccionar de modo cristiano ante los sufrimientos ajenos, ante el dolor.
Si no aprendemos de Jesús, no amaremos nunca. Si pensásemos, como algunos, que conservar un corazón limpio, digno de Dios, significa no mezclarlo, no contaminarlo con afectos humanos, entonces el resultado lógico sería hacernos insensibles ante el dolor de los demás. Seríamos capaces sólo de una caridad oficial, seca y sin alma, no de la verdadera caridad de Jesucristo, que es cariño, calor humano. Con esto no doy pie a falsas teorías, que son tristes excusas para desviar los corazones —apartándolos de Dios—, y llevarlos a malas ocasiones y a la perdición.
En la fiesta de hoy hemos de pedir al Señor que nos conceda un corazón bueno, capaz de compadecerse de las penas de las criaturas, capaz de comprender que, para remediar los tormentos que acompañan y no pocas veces angustian las almas en este mundo, el verdadero bálsamo es el amor, la caridad: todos los demás consuelos apenas sirven para distraer un momento, y dejar más tarde amargura y desesperación.
Quizá penséis en tantas injusticias que no se remedian, en los abusos que no son corregidos, en situaciones de discriminación que se trasmiten de una generación a otra, sin que se ponga una solución desde la raíz.
Un hombre o una sociedad que no reaccione ante las tribulaciones o las injusticias, y que no se esfuerce por aliviarlas, no son un hombre o una sociedad a la medida del amor del Corazón de Cristo. Los cristianos —conservando siempre la más amplia libertad a la hora de estudiar y de llevar a la práctica las diversas soluciones y, por tanto, con un lógico pluralismo—, han de coincidir en el idéntico afán de servir a la humanidad. De otro modo, su cristianismo no será la Palabra y la Vida de Jesús: será un disfraz, un engaño de cara a Dios y de cara a los hombres.
Nuestro Señor abomina de las injusticias, y condena al que las comete. Pero, como respeta la libertad de cada individuo, permite que las haya. Dios Nuestro Señor no causa el dolor de las criaturas, pero lo tolera porque —después del pecado original— forma parte de la condición humana. Sin embargo, su Corazón lleno de Amor por los hombres le hizo cargar sobre sí, con la Cruz, todas esas torturas: nuestro sufrimiento, nuestra tristeza, nuestra angustia, nuestra hambre y sed de justicia.
Porque las tribulaciones nuestras, cristianamente vividas, se convierten en reparación, en desagravio, en participación en el destino y en la vida de Jesús, que voluntariamente experimentó por Amor a los hombres toda la gama del dolor, todo tipo de tormentos. Ahora mismo Cristo sigue sufriendo en sus miembros, en la humanidad entera que puebla la tierra, y de la que él es Cabeza, y Primogénito, y Redentor.
El dolor entra en los planes de Dios. Esa es la realidad, aunque nos cueste entenderla. También, como Hombre, le costó a Jesucristo soportarla: Padre, si quieres, aleja de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya. En esta tensión de suplicio y de aceptación de la voluntad del Padre, Jesús va a la muerte serenamente, perdonando a los que le crucifican.
En nombre de ese amor victorioso de Cristo, los cristianos debemos lanzarnos por todos los caminos de la tierra, para ser sembradores de paz y de alegría con nuestra palabra y con nuestras obras.
La Iglesia, unida a Cristo, nace de un Corazón herido. De ese Corazón, abierto de par en par, se nos trasmite la vida. ¡Cómo no recordar aquí, aunque sea de pasada, los sacramentos, a través de los cuales Dios obra en nosotros y nos hace partícipes de la fuerza redentora de Cristo? ¿Cómo no recordar con agradecimiento particular el Santísimo Sacramento de la Eucaristía, el Santo Sacrificio del Calvario y su constante renovación incruenta en nuestra Misa? Jesús que se nos entrega como alimento: porque Jesucristo viene a nosotros, todo ha cambiado, y en nuestro ser se manifiestan fuerzas —la ayuda del Espíritu Santo— que llenan el alma, que informan nuestras acciones, nuestro modo de pensar y de sentir. El Corazón de Cristo es paz para el cristiano.
Me gusta hacer considerar cómo el cristiano, en su existencia ordinaria y corriente, en los detalles más sencillos, en las circunstancias normales de su jornada habitual, pone en ejercicio la fe, la esperanza y la caridad, porque allí reposa la esencia de la conducta de un alma que cuenta con el auxilio divino; y que, en la práctica de esas virtudes teologales, encuentra la alegría, la fuerza y la serenidad.
Estos son los frutos de la paz de Cristo, de la paz que nos trae su Corazón Sacratísimo. Porque —digámoslo una vez más— el amor de Jesús a los hombres es un aspecto insondable del misterio divino, del amor del Hijo al Padre y al Espíritu Santo. El Espíritu Santo, el lazo de amor entre el Padre y el Hijo, encuentra en el Verbo un Corazón humano.
Fuego he venido a traer a la tierra, y ¿qué he de querer sino que arda? Nos hemos asomado un poco al fuego del Amor de Dios; dejemos que su impulso mueva nuestras vidas, sintamos la ilusión de llevar el fuego divino de un extremo a otro del mundo, de darlo a conocer a quienes nos rodean: para que también ellos conozcan la paz de Cristo y, con ella, encuentren la felicidad. Un cristiano que viva unido al Corazón de Jesús no puede tener otras metas: la paz en la sociedad, la paz en la Iglesia, la paz en la propia alma, la paz de Dios que se consumará cuando venga a nosotros su reino.
María, reina de la paz, porque tuviste fe y creíste que se cumpliría el anuncio del Ángel, ayúdanos a crecer en la fe, a ser firmes en la esperanza, a profundizar en el Amor. Porque eso es lo que quiere hoy de nosotros tu Hijo, al mostrarnos su Sacratísimo Corazón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario