lunes, 25 de abril de 2011

Sobre la Iglesia

Lo que el Espíritu dijo a la Iglesia

Resumen literal de la Encíclica Redemptor hominis (primera parte) de Juan Pablo II, 4-III-1979.

A Cristo Redentor he elevado mis sentimientos y mi pensamiento el día 16 de octubre del año pasado cuando, después de la elección canónica, me fue hecha la pregunta: “¿Aceptas?”. Respondí entonces: “En obediencia de fe a Cristo mi Señor, confiando en la Madre de Cristo y de la Iglesia, no obstante las graves dificultades, acepto”.

He elegido los mismos nombres que había escogido mi amadísimo predecesor Juan Pablo I. Cuando él declaró que quería llamarse Juan Pablo –un binomio de este género no tenía precedentes en la historia del Papado-, divisé un auspicio elocuente de la gracia para el nuevo pontificado. Deseo, al igual que él, expresar mi amor por la singular herencia dejada a la Iglesia por los Pontífices Juan XXIII y Pablo VI que constituyen una etapa como umbral a partir del cual quiero proseguir hacia el futuro.

Esta herencia está enraizada vigorosamente en la conciencia de la Iglesia de un modo totalmente nuevo, jamás conocido anteriormente, gracias al Concilio Vaticano II. Lo que el Espíritu dijo a la Iglesia, lo que en esta Iglesia dice a todas las Iglesias, no puede –a pesar de inquietudes momentáneas- servir más que para una mayor cohesión del Pueblo de Dios, consciente de su misión salvífica. De esta conciencia Pablo VI hizo el tema de su principal Encíclica, Ecclesiam suam a la que quiero referirme en este primer documento inaugural de mi pontificado. Esta conciencia se ha demostrado a veces más fuerte que las diversas orientaciones críticas que atacaban ad intra, desde dentro, a la Iglesia, a sus instituciones y estructuras, a los hombres de la Iglesia y su actividad. Tal crítica creciente ha tenido sin duda causas diversas y estamos seguros, por otra parte, de que no ha estado siempre privada de un sincero amor a la Iglesia. El criticismo debe tener sus límites justos. En caso contrario deja de ser constructivo y no sería expresión de la actitud de servicio, sino más bien de la voluntad de dirigir la opinión de los demás según la opinión propia, divulgada a veces de manera demasiado desconsiderada.

Al mismo tiempo se siente la Iglesia interiormente más inmunizada contra los excesos del autocriticismo, es más resistente frente a las variadas “novedades”, más madura en el espíritu de discernimiento, más idónea a extraer de su perenne tesoro “cosas nuevas y cosas viejas”, más centrada en su propio misterio y, gracias a todo esto, más disponible para la misión de la salvación. Esta Iglesia está –contra todas las apariencias- mucho más unida en la comunión de servicio y en la conciencia del apostolado. El principio de la Colegialidad se ha demostrado particularmente actual en el difícil período postconciliar. Este espíritu se ha extendido asimismo entre los laicos. Me es necesario tener en la mente todo esto al comienzo de mi pontificado para dar gracias a Dios.

El inolvidable Juan XXIII, con claridad evangélica, planteó el problema de la unión de los cristianos como simple consecuencia de la voluntad del mismo Jesucristo, nuestro Maestro, afirmada varias veces y expresada de manera particular en la oración del Cenáculo, la víspera de su muerte: “para que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti”. Una cosa es cierta: hemos trabajado con perseverancia, coherencia y valentía. Es cierto además que, en la presente situación histórica de la cristiandad y del mundo, no se ve otra posibilidad de cumplir la misión universal de la Iglesia. Debemos, por tanto, buscar la unión sin desanimarnos, de otra manera no seremos fieles a la palabra de Cristo, no cumpliremos su testamento. ¿Es lícito correr este riesgo?

Hay personas que hubieran preferido echarse atrás. Algunos, incluso, expresan la opinión de que estos esfuerzos son dañosos para la causa del Evangelio, conducen a una ulterior ruptura de la Iglesia, provocan confusión de ideas y abocan a un específico indiferentismo. Posiblemente será bueno que tales opiniones expresen sus temores... A todos aquellos que por cualquier motivo quisieran disuadir a la Iglesia de la búsqueda de la unidad universal de los cristianos hay que decirles una vez más: ¿Nos es lícito no hacerlo?

Aunque de modo distinto y con las debidas diferencias, hay que aplicar lo que se ha dicho a la actividad con las religiones no cristianas. ¿No sucede a veces que la creencia firme de los seguidores de las religiones no cristianas haga quedar confundidos a los cristianos, muchas veces tan dispuestos a dudar en las verdades reveladas, tan propensos al relajamiento de los principios de la Moral y a abrir el camino al permisivismo ético?

La Iglesia anuncia la verdad que no viene de los hombres, sino de Dios. “Mi doctrina no es mía, sino del que me ha enviado”, esto es, del Padre. No todo aquello que los diversos sistemas ven y propagan como libertad está la verdadera libertad del hombre. La Iglesia, en virtud de su misión divina, se hace custodia de esta libertad que es condición y base de la verdadera dignidad de la persona humana. La Iglesia es salvaguardia del carácter trascendente de la persona humana, del hombre en toda su verdad, en su plena dimensión: el hombre en su única e irrepetible realidad humana, imagen y semejanza con Dios mismo. El Concilio indicó que “el hombre es la única criatura que Dios ha querido por sí misma” (GS,24).

La palabra que oís no es mía, sino del Padre que me ha enviado”. Con profunda emoción escuchamos a Cristo y esta afirmación de nuestro Maestro nos advierte sobre la responsabilidad por la Verdad revelada que es propiedad de Dios mismo. El Hijo, como profeta y maestro, siente la necesidad de subrayar que actúa con plena fidelidad a su divina fuente. Hemos sido hechos partícipes de esta misión de Cristo profeta y en virtud de la misma misión servimos a la verdad divina.

La responsabilidad de esta verdad significa también amarla y buscar su comprensión más exacta para hacerla más cercana a nosotros. La Teología tuvo siempre y continúa teniendo una gran importancia para, de manera creativa y fecunda, participar en la misión profética de Cristo. Es un servicio en la Iglesia y, como en épocas anteriores, también hoy los teólogos y todos los hombres de ciencia están llamados a unir la fe con la ciencia y la sabiduría para contribuir a su recíproca compenetración. También la fe debe profundizarse tendiendo a la comprensión de la Verdad con un enorme trabajo que supone un cierto pluralismo de métodos. Nadie puede hacer de la Teología una especie de colección de los propios conceptos personales.

La participación en la misión profética de Cristo compete de manera particular a los Pastores pero también a los padres en su catequesis familiar a sus propios hijos. Y qué decir de los especialistas en las ciencias naturales, en las letras, los médicos, los juristas, los hombres del arte y de la técnica, los profesores de los distintos grados y especializaciones mientras educan en la verdad y enseñan a madurar en el amor y la justicia.

El Concilio Vaticano II indica nuestra participación en la triple misión de Cristo poniendo de relieve también la característica “real” de la vocación cristiana. Nuestra participación en la misión “real” de Cristo, nuestra “realeza”, es re-descubrir la particular dignidad de nuestra vocación que puede expresarse como disponibilidad a servir según el ejemplo de Cristo que “no ha venido a ser servido, sino a servir”. Se puede verdaderamente “reinar” sólo “sirviendo” y el “servir” exige una madurez espiritual; hay que saber dominarse, es necesario poseer las virtudes que hacen posible tal dominio.

El Concilio Vaticano II, presentando un cuadro completo del Pueblo de Dios, recordando qué puesto ocupan en él no sólo los sacerdotes, sino también los seglares, no sólo los representantes de la Jerarquía, sino además los de los Institutos de vida consagrada, no ha sacado esta imagen sólo de una premisa sociológica. La Iglesia, como sociedad humana, puede sin duda ser examinada según las categorías de las que se sirven las ciencias sociales, aunque estas categorías son insuficientes porque no se trata sólo de una “pertenencia social” sino que es para cada uno y para todos, una concreta “vocación”, una llamada particular. Debemos sobre todo ver a Cristo que dice a cada miembro: “¡Sígueme!”; ésta es la comunidad de los discípulos. Cada uno a veces muy consciente y coherente, a veces con poca responsabilidad y mucha incoherencia.

El Vaticano II ha dedicado una especial atención a impulsar a esta comunidad para que sea consciente de su propia vida y actividad. Se trata de una verdadera renovación de la Iglesia que supone un adecuado conocimiento de la vocación y de la responsabilidad por esta gracia singular, única e irrepetible de la llamada. En base a esto tienen que construir sus vidas los esposos, los padres, las mujeres y los hombres de condición y profesión diversas, comenzando por los que ocupan en la sociedad los puestos más altos. Éste es precisamente el principio de aquel “servicio real” que nos impone a cada uno el deber de exigirnos exactamente aquello a lo que hemos sido llamados, a lo que –para responder a la vocación- nos hemos comprometido personalmente, con la gracia de Dios.

En la Iglesia, por la actuación del Espíritu Santo, cada uno tiene “el propio don”, don que a pesar de ser una vocación personal y una forma de participación en la tarea salvífica de la Iglesia, sirve a la vez a los demás, construye la Iglesia. En la fidelidad a la vocación, o sea la disponibilidad al “servicio real” deben distinguirse los esposos..., los sacerdotes..., todos nosotros... en el pleno uso del don de la libertad que es donación sin reservas de toda la persona. Cristo nos enseña que el mejor uso de la libertad es la caridad que se realiza en la donación y en el servicio. Para tal “libertad nos ha liberado Cristo” y nos libera siempre.

Al comienzo de mi pontificado quiero dirigir mi pensamiento y mi corazón al Redentor del hombre, deseo entrar y penetrar en el ritmo más profundo de la vida de la Iglesia que, siempre y en especial en estos tiempos, tiene necesidad de una Madre. Debemos una gratitud particular a los Padres del Concilio Vaticano II que lo han expresado así en Lumen gentium y Pablo VI, inspirado en esta doctrina, proclamó a la Madre de Cristo “Madre de la Iglesia”.

María debe encontrarse en todas las vías de la vida cotidiana. Mediante su presencia materna, la Iglesia vive la vida de su Maestro y Señor también en esta etapa de la historia que se está acercando al final del segundo milenio que persevera con ella, la Madre de Jesús, al igual que perseveraban los apóstoles y los discípulos del Señor después de la Ascensión, en el Cenáculo de Jerusalén. Suplico a la celeste Madre de la Iglesia que, en este nuevo Adviento de la humanidad, se digne perseverar con nosotros, el Cuerpo místico de su Hijo. Espero que, gracias a esta oración, podamos recibir el Espíritu Santo y convertirnos en testigos de Cristo “hasta los últimos confines de la tierra”, como aquellos que salieron del Cenáculo el día de Pentecostés.

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