Sobre la contrición
Resumen literal de la Exhortación Apostólica RECONCILIACIÓN Y PENITENCIA (2-XII-1984) de Juan Pablo II.
Hablar de reconciliación y penitencia es, para los hombres y mujeres de nuestro tiempo, una invitación a volver a las mismas palabras con las que nuestro Salvador y Maestro Jesucristo quiso inaugurar su predicación: "Convertíos y creed en el Evangelio" (Mc 1,15), esto es, acoged la Buena Nueva del amor, de la adopción como hijos de Dios y, en consecuencia, de la fraternidad.
El ansia por conocer y comprender mejor al hombre de hoy y al mundo contemporáneo… lleva a muchos a una mirada interrogante. Es la mirada del historiador y del sociólogo, del filósofo y del teólogo, del psicólogo y del humanista, del poeta y del místico; es sobre todo la mirada preocupada -y a pesar de todo cargada de esperanza- del pastor. Dicha mirada se refleja de una manera ejemplar en cada página de Gaudium et spes y en algunos documentos emanados de la sabiduría y de la caridad pastoral de mis venerados predecesores.
Naciones contra naciones y bloques de países enfrentados en una afanosa búsqueda de la hegemonía…. La conculcación de los derechos fundamentales de la persona humana; el derecho a la vida y a una calidad de vida digna; las asechanzas y presiones contra la libertad de los individuos y las colectividades; las varias formas de discriminación: racial, cultural, religiosa; la violencia y el terrorismo. El uso de la tortura y de formas injustas e ilegítimas de represión. La acumulación de armas convencionales o atómicas; la carrera de armamentos, la distribución inicua de las riquezas del mundo y de los bienes de la civilización[1]…
Sin embargo, la misma mirada inquisitiva, si es suficientemente aguda, capta en lo más vivo de la división un inconfundible deseo, por parte de los hombres de buena voluntad y de los verdaderos cristianos, de recomponer las fracturas, de cicatrizar las heridas, de instaurar a todos los niveles una unidad esencial. Para algunos se trata casi de una utopía. La nostalgia de la reconciliación y la reconciliación misma serán plenas y eficaces en la medida en que lleguen -para así sanarla- a la raíz, el pecado.
Penitencia quiere decir cambiar la vida en coherencia con el cambio de corazón; hacer penitencia es algo auténtico y eficaz sólo si se traduce en actos y gestos de penitencia. Penitencia significa, en el vocabulario cristiano teológico y espiritual, la ascesis, es decir, el esfuerzo concreto y cotidiano del hombre, sostenido por la gracia de Dios, para perder la propia vida por Cristo como único modo de ganarla, para despojarse del hombre viejo y revestirse del nuevo; para superar en sí mismo lo que es carnal, a fin de que prevalezca lo que es espiritual.
La historia de la salvación -tanto la de la humanidad entera como la de cada hombre de cualquier época- es la historia admirable de la reconciliación por la que Dios, que es Padre, reconcilia al mundo consigo en la Sangre y en la Cruz de su Hijo hecho hombre. Ella cambia una condición histórica de odio y de violencia en una civilización del amor.
Una vez más se ha de proclamar la fe de la Iglesia en el acto redentor de Cristo, en el misterio pascual de su muerte y resurrección, como causa de la reconciliación del hombre en su doble aspecto de liberación del pecado y de comunión de gracia con Dios. La mirada fija en el misterio del Gólgota debe hacernos recordar siempre aquella dimensión "vertical" de la división y de la reconciliación en lo que respecta a la relación hombre-Dios. Dios es fiel a su designio eterno incluso cuando el hombre, empujado por el Maligno (Sap 2,24) y arrastrado por su orgullo, abusa de la libertad que le fue dada para amar y buscar el bien generosamente, negándose a obedecer a su Señor y Padre. El rechazo del amor paterno de Dios y de sus dones de amor está siempre en la raíz de las divisiones de la humanidad.
La Iglesia tiene la misión de anunciar esta reconciliación y de ser signo e instrumento de reconciliación por los siete sacramentos que conmemoran y renuevan el misterio de la Pascua de Cristo.
Proponer a los hombres la reconciliación y denunciar la malicia del pecado, es su misión profética en el mundo de hoy como en el de ayer. Como escribe el apóstol san Juan: “Si decimos que estamos sin pecado, nos engañamos a nosotros mismo y la verdad no está con nosotros. Si reconocemos nuestros pecados, El que es fiel y justo nos perdonará los pecados” (1Jn 1,8 s). Reconocer el propio pecado, es más, reconocerse pecador, capaz de pecado e inclinado al pecado, es el principio indispensable para volver a Dios…
El pecado, en sentido verdadero y propio, es siempre un acto libre de la persona individual, y no precisamente de un grupo o una comunidad. No se puede descargar en realidades externas -las estructuras, los sistemas, los demás- el pecado de los individuos. Hablar de pecado social quiere decir, ante todo, reconocer que, el pecado de cada uno repercute en cierta manera en los demás[2]. No existe pecado alguno, aun el más íntimo y secreto, el más estrictamente individual, que afecte exclusivamente a aquel que lo comete. Algunos pecados, sin embargo, constituyen, por su mismo objeto, una agresión directa contra el prójimo y -más exactamente según el lenguaje evangélico- contra el hermano. Son una ofensa a Dios, porque ofenden al prójimo. En este sentido es social el pecado contra el amor del prójimo, que viene a ser mucho más grave en la ley de Cristo porque está en juego el segundo mandamiento que es "semejante al primero"… En todo caso hablar de pecados sociales no debe inducir a nadie a disminuir la responsabilidad de los individuos.
La Iglesia, desde hace siglos, constantemente habla de pecado mortal y venial. Esta distinción se esclarece sobre todo en el Nuevo Testamento. El pecado venial no priva de la gracia santificante, de la amistad con Dios, de la caridad, ni, por lo tanto, de la bienaventuranza eterna, mientras que tal privación es precisamente consecuencia del pecado mortal. El pecado grave se identifica prácticamente, en la doctrina y en la acción pastoral de la Iglesia, con el pecado mortal…
Mi predecesor Pío XII, con una frase que ha llegado a ser casi proverbial, pudo declarar que "el pecado del siglo es la pérdida del sentido del pecado"[3]. El "secularismo", que es un movimiento defensor de un humanismo que hace total abstracción de Dios, no puede menos de mirar el “sentido del pecado” aunque se reducirá a lo sumo a aquello que ofende al hombre. Disminuye fácilmente también el “sentido del pecado” a causa de una ética que relativiza la norma moral, negando su valor absoluto e incondicional, y negando, consiguientemente, que puedan existir actos intrínsecamente ilícitos, independientemente de las circunstancias.
Insidiados por la pérdida del “sentido del pecado”, a veces tentados por alguna ilusión poco cristiana de impecabilidad, los hombres de hoy tienen necesidad devolver a escuchar la advertencia de san Juan: "Si dijéramos que no tenemos pecado, nos engañaríamos a nosotros mismos y la verdad no estaría en nosotros" (1Jn 1,8). Sin embargo los hombres de hoy pueden sentirse aliviados por la promesa divina que los abre a la esperanza de la plena reconciliación. "Sí, el Señor es rico en misericordia"; "El Señor es misericordia".
Suscitar en el corazón del hombre la conversión y la penitencia y ofrecerle el don de la reconciliación es la misión connatural de la Iglesia, continuadora de la obra redentora de su divino Fundador.
Para una sabia catequesis sobre la conciencia se pueden encontrar preciosas indicaciones tanto en los doctores de la Iglesia, como en la teología del Concilio Vaticano II, especialmente en los documentos sobre la Iglesia en el mundo actual y sobre la libertad religiosa. La Iglesia no puede omitir una constante catequesis sobre lo que el lenguaje cristiano tradicional designa como los cuatro novísimos del hombre: muerte, juicio (particular y universal), infierno y gloria. Solamente en esta visión escatológica se puede tener la medida exacta del pecado y sentirse impulsados decididamente a la penitencia y a la reconciliación.
En la práctica del sacramento de la Penitencia ha quedado siempre sólida e inmutable la certeza de que, por voluntad de Cristo, el perdón es ofrecido a cada uno por medio de la absolución sacramental; es una certeza reafirmada con particular vigor tanto por el Concilio de Trento[4] como por el Concilio Vaticano II que deseaba expresar aún más claramente tales verdades[5]. Desde los primeros tiempos cristianos, siguiendo a los apóstoles y a Cristo, la Iglesia ha incluido en el signo sacramental de la penitencia la acusación de los pecados. Ésta aparece tan importante que, desde hace siglos, el nombre usual del Sacramento ha sido y es todavía el de Confesión. Es el gesto del hijo pródigo que vuelve al padre y es acogido por él con el beso de la paz. Se comprende entonces por qué la acusación de los pecados debe ser ordinariamente individual y no colectiva, ya que el pecado es un hecho profundamente personal. Nadie puede arrepentirse en su lugar ni puede pedir perdón en su nombre. En el nuevo ordenamiento litúrgico y, más recientemente, en el nuevo Código de Derecho Canónico[6], se precisan las condiciones que legitiman el recurso al "rito de la reconciliación con absolución general" que deben ser acogidas y aplicadas, evitando todo tipo de interpretación arbitraria.
Me atrevo a relacionar mi Exhortación, en una hora no menos crítica de la historia, con la del Príncipe de los apóstoles. Con el mismo espíritu del pescador de Galilea: "Tened todos un mismo sentir..., no devolviendo mal por mal...., sed promotores del bien" (1Pt 3,8-13), palabras que Pedro había escuchado del mismo Jesús.
Os invito a volver conmigo los ojos al corazón de Cristo, signo elocuente de la divina misericordia. Os invito al mismo tiempo a dirigiros conmigo al Corazón Inmaculado de María, Madre de Jesús, al cual he confiado repetidamente la humanidad, turbada por el pecado y maltrecha por tantas tensiones y conflictos.
[1] Cf Discurso inaugural de la III CELAM, III 1-7.
[2] Cf S. Cong. Para la Doctrina de la Fe, Inst. sobre algunos aspectos de la “Teología de la liberación” Libertas nuntius (6 agosto 1984), IV, 14-15.
[3] Radiomensaje al Congreso Catequístico Nacional de los Estados Unidos en Boston (26 octubre 1946).
[4] Cf Conc. Ecum. Tridentino, Sesión XIV, De sacramento Paenitentiae, cap. 1 y can. 1.
[5] Cf Con. Ecum. Vaticano II, Const. Sacrosanctum Concilium, 72.
[6] Cann. 961-963.
No hay comentarios:
Publicar un comentario