lunes, 29 de noviembre de 2010

La Iglesia al mundo

Mensaje del Concilio a toda la humanidad.

7 de Diciembre de 1965.

Venerables hermanos:

La hora de la partida y de la dispersión ha sonado. Ahora debéis abandonar la asamblea conciliar para ir al encuentro de la humanidad a difundir la buena nueva del Evangelio de Cristo y de la renovación de su Iglesia, por la que nosotros hemos trabajado juntos desde hacía cuatro años.

Momento único éste, de una significación y de una riqueza incomparables. En esta asamblea universal … convergen a la vez el pasado, el presente y el porvenir. El pasado, porque está aquí reunida la Iglesia de Cristo, con su tradición, su historia, sus concilios, sus doctores, sus santos. El presente, porque abandonamos Roma para ir al mundo de hoy, con sus miserias, sus dolores, sus pecados, pero también con los prodigios conseguidos, sus valores, sus virtudes. El porvenir está allí, en fin, en el llamamiento imperioso de los pueblos para una mayor justicia, en su voluntad de paz, en su sed, consciente o inconsciente, de una vida más elevada; esto es precisamente lo que la Iglesia de Cristo puede y debe dar a los pueblos.

Nos parece escuchar por todo el mundo un inmenso y confuso clamor, la pregunta de todos los que miran al Concilio y nos preguntan con ansiedad: "¿No tenéis una palabra que decirnos... a nosotros los gobernantes, a nosotros los intelectuales, los trabajadores, los artistas; a nosotras las mujeres, a nosotros los jóvenes, a nosotros los enfermos y los pobres?".

(…) Para todas ellas ha elaborado la constitución de Gaudium et spes, la Iglesia en el mundo de hoy que Nos hemos promulgado ayer en medio de los entusiastas aplausos de la asamblea.

En este instante solemne, nosotros, los Padres del XXI Concilio Ecuménico de la Iglesia católica, a punto ya de dispersarnos después de cuatro años de plegarias y trabajos, con plena conciencia de nuestra misión hacia la humanidad, nos dirigimos, con deferencia y confianza, a aquellos que tienen en sus manos los destinos de los hombres sobre esta tierra, a todos los depositarios del poder temporal.

Lo proclamamos en alto: honramos vuestra autoridad y vuestra soberanía, respetamos vuestras funciones, reconocemos vuestras leyes justas, estimamos los que las hacen y a los que las aplican. Pero tenemos una palabra sacrosanta que deciros: sólo Dios es grande. Sólo Dios es el principio y el fin. Sólo Dios es la fuente de vuestra autoridad y el fundamento de vuestras leyes...

Pero no lo olvidéis: es Dios..., es Cristo...., el gran artesano del orden y la paz sobre la tierra, porque es Él quien conduce la historia humana y el único que puede inclinar los corazones a renunciar a las malas pasiones que engendran la guerra y la desgracia.

En vuestra ciudad terrestre y temporal construye su cuidado espiritual y eterno su Iglesia. ¿Y qué pide ella de vosotros…?; no os pide más que la libertad. La libertad de creer y de predicar su fe. La libertad de amar a su Dios y servirlo. La libertad de vivir y de llevar a los hombres su mensaje de vida. No le temáis: es la imagen de su Maestro, cuya acción misteriosa no usurpa vuestras prerrogativas, pero que salva todo lo humano de su fatal caducidad, lo transfigura, lo llena de esperanza, de verdad, de belleza.

Dejad que Cristo ejerza esa acción purificante sobre la sociedad. No lo crucifiquéis de nuevo; esto sería sacrilegio, porque es Hijo de Dios; sería un suicidio, porque es Hijo del hombre. Y a nosotros, sus humildes ministros, dejadnos extender por todas partes sin trabas la buena nueva del Evangelio de la paz, que hemos editado en este Concilio. Vuestros pueblos serán los primeros beneficiados porque la Iglesia forma para vosotros ciudadanos leales, amigos de la paz social y del progreso.

Un saludo especial para vosotros, los buscadores de la verdad, a vosotros los hombres del pensamiento y de la ciencia, los exploradores del hombre, del universo y de la historia (...) somos los amigos de vuestra vocación de investigadores, los aliados de vuestras fatigas, los admiradores de vuestras conquistas y, si es necesario, los consoladores de vuestros descorazonamientos y fracasos.

Pero no olvidéis: si pensar es una gran cosa, pensar, ante todo, es un deber; es también una responsabilidad.

(...) Nunca, quizá, gracias a Dios, ha parecido tan clara como hoy la posibilidad de un profundo acuerdo entre la verdadera ciencia y la verdadera fe, sirvientes una y otra de la única verdad. No impidáis este preciado encuentro. Tened confianza en la fe, esa gran amiga de la inteligencia.

A vosotros todos, artistas, que estáis prendados de la belleza y que trabajáis por ella; poetas y gentes de letras, pintores, escultores, arquitectos, músicos, hombres de teatro y cineastas (...) Vosotros habéis ayudado a traducir su divino mensaje en la lengua de las formas y las figuras, convirtiendo en visible el mundo invisible.

Hoy, como ayer, la Iglesia se vuelve hacia vosotros. Este mundo en que vivimos tiene necesidad de la belleza para no caer en la desesperanza. La belleza, como la verdad, pone alegría en el corazón de los hombres; es el fruto precioso que resiste la usura del tiempo, que une las generaciones y las hace comunicarse en la admiración.

Y ahora es a vosotras a las que nos dirigimos, mujeres de todas las condiciones, hijas, esposas, madres y viudas; a vosotras también, vírgenes consagradas y mujeres solteras. Sois la mitad de la inmensa familia humana.

La Iglesia está orgullosa, vosotras lo sabéis, de haber elevado y liberado a la mujer, de haber hecho resplandecer, en el curso de los siglos, en la diversidad de sus caracteres, su innata igualdad con el hombre.

Pero llega la hora, ha llegado la hora en que la vocación de la mujer llega a su plenitud, la hora en que la mujer ha adquirido en el mundo una influencia un peso, un poder jamás alcanzado hasta ahora. Por eso, en este momento en que la humanidad conoce una mutación tan profunda, las mujeres llenas del espíritu del Evangelio pueden ayudar tanto a la humanidad a no degenerar.

Vosotras, las mujeres, tenéis siempre como misión el amor a las fuentes de la vida. Estáis presentes en el misterio de la vida que comienza. Consoláis en la partida de la muerte. Nuestra técnica lleva el riesgo de convertirse en inhumana. Reconciliad a los hombres con la vida. Y, sobre todo, velad, os lo suplicamos, por el porvenir de nuestra especie. Detened la mano del hombre que en un momento de locura intentara destruir la civilización humana.

Mujeres, vosotras que sabéis hacer la verdad dulce, tierna, accesible, dedicaos a hacer penetrar el espíritu de este Concilio en las instituciones, escuelas, hogares y en la vida de cada día.

Mujeres del universo todo, cristianas o no creyentes, a vosotras, que os está confiada la vida, en este momento tan grave de la historia, vosotras debéis salvar la paz del mundo.

En estos últimos años, la Iglesia, no ha dejado de tener presentes en su espíritu los problemas, de complejidad creciente sin cesar, del mundo y del trabajo... El que enriqueció el patrimonio de la Iglesia con esos mensajes incomparables, el Papa Juan XXIII, supo encontrar el camino hacia vuestro corazón. Mostró claramente en su persona todo el amor de la Iglesia por los trabajadores, así como también por la justicia, la libertad, la caridad, sobre las que se funda la paz en el mundo.

Tristes equívocos en el pasado mantuvieron durante largo tiempo la desconfianza y la incomprensión entre la Iglesia y la clase obrera, y sufrieron la una y la otra. Hoy ha sonado la hora de la reconciliación, y la Iglesia del Concilio os invita a celebrarla sin reservas mentales.

La Iglesia busca siempre el modo de comprenderos mejor. Pero vosotros debéis tratar de comprender lo que es la Iglesia para vosotros, los trabajadores, que sois los principales artífices de las prodigiosas transformaciones que el mundo conoce hoy, pues bien, sabéis que si no les anima un potente soplo espiritual harán la desgracia de la humanidad en lugar de hacer su felicidad. No es el odio lo que salva al mundo, no es sólo el pan de la tierra lo que puede saciar el hambre del hombre.

Para todos vosotros, hermanos que sufrís, visitados por el dolor en sus diferentes modos, el Concilio tiene un mensaje muy especial... La única verdad capaz de responder al misterio del sufrimiento y de daros un alivio sin engaño es la fe y la unión al Varón de dolores, a Cristo, Hijo de Dios, crucificado por nuestros pecados y nuestra salvación. Cristo no suprimió el sufrimiento y, al mismo tiempo, no quiso desvelarnos enteramente el misterio, Él lo tomó sobre sí y eso es bastante para que nosotros comprendamos todo su valor.

Finalmente, es a vosotros, jóvenes del mundo entero, a quienes el Concilio va a dirigir su último mensaje. Porque sois vosotros los que tenéis que recibir la antorcha de las manos de vuestros mayores y viviréis en el mundo en el momento de las mayores transformaciones de su historia. Sois vosotros los que, recogiendo lo mejor del ejemplo y de las enseñanzas de vuestros padres y maestros, vais a formar la sociedad de mañana; os salvaréis o pereceréis con ella.

La Iglesia está preocupada porque esa sociedad que vais a constituir respete la dignidad, la libertad, el derecho de las personas, y esas personas son las vuestras. Tiene confianza en que no estaréis tentados, como algunos de vuestros mayores, a ceder a las filosofías del egoísmo o del placer, o a aquellas otras de la desesperanza y de la negación, y que frente al ateísmo -fenómeno de laxitud y de vejez-, sabréis afirmar vuestra fe en la vida y en lo que da un sentido a la vida: La certidumbre de la existencia de un Dios justo y bueno.

Sed generosos, puros, respetuosos, sinceros y edificad con entusiasmo un mundo mejor que el de vuestros mayores. La Iglesia... Miradla y veréis en ella el rostro de Cristo, el héroe verdadero, humilde y sabio, el Profeta de la verdad y del amor, el compañero y amigo de los jóvenes.

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