Carta de la Congregación para la Doctrina de la Fe
sobre el cuidado de las personas en
las fases críticas y terminales de la vida,
22-IX-2020. Resumen literal.
Introducción
El Buen Samaritano que deja su camino para
socorrer al hombre enfermo (cfr. Lc 10,
30-37) es la imagen de Jesucristo que encuentra al hombre necesitado de
salvación y cuida de sus heridas y su dolor con «el aceite del consuelo y el
vino de la esperanza». Él es el médico de las almas y de los
cuerpos.
La Iglesia mira con esperanza la investigación
científica y tecnológica, y ve en ellas una oportunidad favorable de servicio
al bien integral de la vida y de la dignidad de todo ser humano. Sin embargo, estos progresos de la
tecnología médica, si bien preciosos, no son determinantes por sí mismos (…) todo progreso en las destrezas de los
agentes sanitarios reclama una creciente y sabia capacidad de discernimiento
moral para evitar el uso desproporcionado y deshumanizante de las
tecnologías.
I. Hacerse cargo del prójimo
(…) El sufrimiento, lejos de ser eliminado del horizonte
existencial de la persona, continúa generando una inagotable pregunta por el
sentido de la vida (…) Es por esto necesario partir de una atenta consideración
del propio significado del cuidado, para comprender el significado de la misión
específica confiada por Dios a cada persona, agente sanitario y de pastoral,
así como al mismo enfermo y a su familia.
(…) De manera específica, la relación de cuidado revela un
principio de justicia, en su doble dimensión de promoción de la vida humana y
de no hacer daño a la persona: es el mismo principio que Jesús transforma en la
regla de oro positiva «todo lo que deseáis que los demás hagan con
vosotros, hacedlo vosotros con ellos» (Mt 7, 12).
(…) El Buen Samaritano, de hecho, «no sólo se
acerca, sino que se hace cargo del hombre medio muerto que encuentra al borde
del camino».
(…) Ciertamente, la medicina debe aceptar el
límite de la muerte como parte de la condición humana. Llega un momento en el
que ya no queda más que reconocer la imposibilidad de intervenir con
tratamientos específicos sobre una enfermedad, que aparece en poco tiempo como
mortal. Es un hecho dramático, que se debe comunicar al enfermo con gran
humanidad y también con confiada apertura a la perspectiva sobrenatural,
conscientes de la angustia que la muerte genera, sobre todo en una cultura que
la esconde.
II. La experiencia viviente del Cristo sufriente
y el anuncio de la esperanza
Si la figura del Buen samaritano ilumina de luz
nueva la práctica del cuidado, la experiencia viviente del Cristo sufriente, su
agonía en la Cruz y su Resurrección, son los espacios en los que se manifiesta
la cercanía del Dios hecho hombre en las múltiples formas de la angustia y del
dolor, que pueden golpear a los enfermos y sus familiares, durante las largas
jornadas de la enfermedad y en el final de la vida.
(…) Cristo es quien ha sentido alrededor de Él la
afligida consternación de la Madre y de los discípulos, que “estaban” bajo la
Cruz: en este “estar”, aparentemente cargado de impotencia y
resignación, está toda la cercanía de los afectos que permite al Dios hecho
hombre vivir también aquellas horas que parecen sin sentido.
(…)
Releer, ahora, la experiencia
viviente del Cristo sufriente significa entregar también a los hombres de hoy
una esperanza capaz de dar sentido al tiempo de la enfermedad y de la muerte.
Esta esperanza es el amor que resiste a la tentación de la desesperación.
III. El “corazón que ve” del Samaritano:
la vida humana es un don sagrado e inviolable
(…)
Pertenece a la Iglesia el acompañar
con misericordia a los más débiles en su camino de dolor, para mantener en
ellos la vida teologal y orientarlos a la salvación de Dios. Es la Iglesia del
Buen Samaritano, que “considera el servicio a los enfermos como parte
integrante de su misión”.
(…)
Específicamente, el programa del
Buen Samaritano es “un corazón que ve”. Él «enseña que es necesario convertir
la mirada del corazón, porque muchas veces los que miran no ven. ¿Por qué?
Porque falta compasión.
IV. Los obstáculos culturales que oscurecen
el valor sagrado de toda vida humana
(…) el primero se refiere a un uso equivoco del
concepto de “muerte digna” en relación con el de “calidad de vida” (…) la vida viene considerada digna solo si
tiene un nivel aceptable de calidad.
(…) Un segundo obstáculo (…) es una errónea
comprensión de la “compasión”.
(…) El tercer factor (…) es un individualismo
creciente (...) «un neo-pelagianismo para el cual el
individuo, radicalmente autónomo, pretende salvarse a sí mismo, sin reconocer
que depende, en lo más profundo de su ser, de Dios y de los demás. Un cierto
neo-gnosticismo, por su parte, presenta una salvación meramente interior,
encerrada en el subjetivismo», que favorece la liberación de la
persona de los límites de su cuerpo, sobre todo cuando está débil y enferma.
V. La enseñanza del Magisterio
1. La
prohibición de la eutanasia y el suicidio asistido
2. La obligación moral de evitar el ensañamiento
terapéutico
3. Los cuidados básicos: el deber de alimentación
e hidratación
4. Los cuidados paliativos
5. El papel de la familia y los hospices
6. El acompañamiento y el cuidado en la edad
prenatal y pediátrica
7. Terapias analgésicas y supresión de la conciencia
8. El estado vegetativo y el estado de mínima
consciencia
9. La objeción de conciencia por parte de los
agentes sanitarios y de las instituciones sanitarias católicas.
10. El acompañamiento pastoral y el apoyo de los sacramentos
11. El discernimiento pastoral hacia quien pide
la eutanasia o el suicidio asistido
12. La reforma del sistema educativo y la
formación de los agentes sanitarios
Conclusión
El misterio de la Redención del hombre está
enraizado de una manera sorprendente en el compromiso amoroso de Dios con el
sufrimiento humano. Por eso podemos fiarnos de Dios y trasmitir esta certeza en
la fe al hombre sufriente y asustado por el dolor y la muerte.
(…) recibid en heredad el reino, porque estaba
enfermo y me habéis visitado. ¿Cuándo, Señor? Todas las veces que habéis hecho
esto con un hermano vuestro más pequeño, a un hermano vuestro que sufre, lo
habéis hecho conmigo (cfr. Mt 25,
31-46).
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