sábado, 15 de enero de 2011

El apostolado de los laicos

Sobre el apostolado de los fieles laicos

Resumen literal de la Ex. Ap. postsinodal Chritifideles laici de Juan Pablo II (30-X-1988).


Los fieles laicos pertenecen a aquel Pueblo de Dios representado en los obreros de la viña. La viña es el mundo entero (cf. Mt 13, 38), que debe ser transformado según el designio divino en vista de la venida definitiva del Reino de Dios.

En nuestro tiempo, en la renovada efusión del Espíritu de Pentecostés que tuvo lugar con el Concilio Vaticano II, la Iglesia ha madurado una conciencia más viva de su naturaleza misionera y ha escuchado de nuevo la voz de su Señor que la envía al mundo como «sacramento universal de salvación». La llamada se dirige a todos: «Este Sacrosanto Concilio ruega en el Señor a todos los laicos que respondan con ánimo generoso y prontitud de corazón a la voz de Cristo, que en esta hora invita a todos con mayor insistencia, y a los impulsos del Espíritu Santo»[1]. No hay lugar para el ocio. Cada cristiano ha sido configurado con Cristo, ha sido injertado como miembro vivo en la Iglesia y es sujeto activo de su misión de salvación.

Es necesario mirar cara a cara este mundo nuestro con sus valores y problemas, sus inquietudes y esperanzas, sus conquistas y derrotas. Es absolutamente necesario guardarse de las generalizaciones y simplificaciones indebidas. Quizá como nunca en su historia, la humanidad es cotidiana y profundamente atacada y desquiciada por la conflictividad, fenómeno pluriforme, que se distingue del legítimo pluralismo. Es un antagonismo que asume formas de violencia, de terrorismo, de guerra. La participación de tantas personas y grupos en la vida social es hoy el camino más recorrido para que la paz anhelada se haga realidad. En este camino encontramos a tantos fieles laicos que se han empeñado generosamente en el campo social y político, y de los modos más diversos, sean institucionales o bien de asistencia voluntaria y de servicio a los necesitados.

«También vosotros, cual piedras vivas, sois utilizados en la construcción de un edificio espiritual, para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales (...) sois el linaje elegido, el sacerdocio real, la nación santa» (1Pt 2, 4-5.9): los fieles laicos participan, según el modo que les es propio, en el triple oficio ¾sacerdotal, profético y real¾ de Jesucristo. Es este un aspecto que nunca ha sido olvidado por la tradición viva de la Iglesia. Siguiendo el rumbo indicado por el Concilio Vaticano II, desde el inicio de mi servicio pastoral, he querido exaltar la dignidad sacerdotal, profética y real de todo el Pueblo de Dios[2]. Están llamados de modo particular para dar de nuevo a la entera creación todo su valor originario mediante una actividad sostenida por la vida de la gracia y así ordenan lo creado al verdadero bien del hombre. El Concilio Vaticano II ha señalado la índole secular[3]: completa, adecuada y específica. Como decía Pablo VI, la Iglesia «tiene una auténtica dimensión secular, inherente a su íntima naturaleza y a su misión, que hunde su raíz en el misterio del Verbo Encarnado, y se realiza de formas diversas en todos sus miembros»[4]. La condición secular indica como el lugar en que les es dirigida la llamada de Dios: «viven en el mundo, esto es, implicados en todas y cada una de las ocupaciones y trabajos del mundo y en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, de la que su existencia se encuentra como entretejida»[5]. Su condición no es como un dato exterior y ambiental. El ser y el actuar en el mundo son una realidad antropológica y sociológica, teológica y eclesial.

«El apostolado que cada uno debe realizar es la forma primordial y la condición de todo el apostolado de los laicos, incluso del asociado, y nada puede sustituirlo. A este apostolado están llamados y obligados todos los laicos, cualquiera que sea su condición, aunque no tengan ocasión o posibilidad de colaborar en las asociaciones»[6]. En el apostolado personal existen grandes riquezas de cada uno de los fieles laicos. A través de esta forma de apostolado, la irradiación del Evangelio puede hacerse extremadamente capilar, llegando a lugares y ambientes ligados a la vida cotidiana y concreta de los laicos. Se trata, además de una irradiación constante y particularmente incisiva.

Leemos en un texto límpido y denso de significado del Concilio Vaticano II: «Como partícipes del oficio de Cristo sacerdote, profeta y rey, los laicos tienen su parte activa en la vida y en la acción de la Iglesia (...) participan con diligencia en las obras apostólicas… poniendo a disposición su competencia»[7]. El mandato de Jesucristo «Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación» (Mc 16, 15) sigue cargado de una urgencia que no puede decaer.

Enteros países y naciones están ahora sometidos a dura prueba e incluso son radicalmente transformados por el continuo difundirse del indiferentismo, del secularismo y del ateísmo. En concreto, de países y naciones del llamado Primer Mundo, en el que el bienestar económico y el consumismo inspiran y sostienen una existencia vivida «como si no hubiera Dios», como arrancado de cuajo. En cambio, en otras regiones o naciones este patrimonio moral y espiritual corre hoy el riesgo de ser desperdigado bajo el impacto de múltiples procesos, entre los que destacan la secularización y la difusión de las sectas. Ciertamente urge en todas partes rehacer el entramado cristiano de la sociedad humana. Esto será posible si los fieles laicos saben superar en ellos mismos la fractura entre el Evangelio y la vida, recomponiendo en su vida familiar cotidiana, en el trabajo y en la sociedad, esa unidad de vida que en el Evangelio encuentra inspiración y fuerza para realizarse en plenitud.

Repito, una vez más, a todos los hombres contemporáneos el grito apasionado con el que inicié mi servicio pastoral: «¡No tengáis miedo! ¡Abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo! Abrid a su potestad salvadora los confines de los Estados, los sistemas tanto económicos como políticos, los dilatados campos de la cultura, de la civilización, del desarrollo. ¡El hombre es amado por Dios! Éste es el simplicísimo y sorprendente anuncio: ¡Dios te ama. Cristo ha venido por ti; para ti Cristo es «el Camino, la Verdad, y la Vida!» (Jn 14, 6).

La Iglesia tiene como fin supremo el Reino de Dios, del que «constituye en la tierra el germen e inicio». «Cree la Iglesia que puede ofrecer una gran ayuda para hacer más humana la familia de los hombres y su historia»[8]. Los fieles laicos ocupan un puesto concreto, a causa de su «índole secular» que les compromete, con modos propios e insustituibles, en la animación cristiana del orden temporal.

Si bien la misión y la responsabilidad es tarea de todos, algunos fieles laicos son llamados a ello por un motivo particular. Se trata de los padres, los educadores, los que trabajan en el campo de la medicina y de la salud, y los que detentan el poder económico y político. Urge hoy la máxima vigilancia por parte de todos ante el fenómeno de la concentración del poder, y en primer lugar del poder tecnológico. Tal concentración, en efecto, tiende a manipular no sólo la esencia biológica, sino también el contenido de la misma conciencia de los hombres y sus modelos de vida, agravando así la discriminación y la marginación de pueblos enteros.

El respeto de la dignidad personal exige el reconocimiento de la dimensión religiosa del hombre. No es ésta una exigencia simplemente «confesional», va más allá de la exigencia de una moral individual y se coloca como criterio base, como pilar fundamental para la estructuración de la misma sociedad, estando la sociedad enteramente dirigida hacia la persona.

El servicio a la sociedad se manifiesta y se realiza de modos diversos: desde los libres e informales hasta los institucionales; desde la ayuda ofrecida al individuo a la dirigida a grupos diversos y comunidades de personas.

La caridad que ama y sirve a la persona no puede jamás ser separada de la justicia. Para animar cristianamente el orden temporal, los fieles laicos de ningún modo pueden abdicar de la participación en la «política», es decir, de la multiforme y variada acción económica, social, legislativa, administrativa y cultural, destinada a promover orgánica e institucionalmente el bien común. Las acusaciones de arribismo, de idolatría del poder, de egoísmo y corrupción que con frecuencia son dirigidas a los hombres del gobierno, del parlamento, de la clase dominante, del partido político, como también la difundida opinión de que la política sea un lugar de necesario peligro moral, no justifican lo más mínimo ni la ausencia ni el escepticismo de los cristianos en relación con la cosa pública.

Los fieles laicos que trabajan en la política han de respetar, desde luego, la autonomía de las realidades terrenas rectamente entendida. La Iglesia, por razón de su misión y de su competencia, no se confunde en modo alguno con la comunidad política ni está ligada a sistema político alguno.

Como discípulos de Jesucristo «Príncipe de la paz» (Is 9, 5) y «nuestra paz» (Ef 2, 14), los fieles laicos han de asumir la tarea de ser «sembradores de paz» (Mt 5, 9), colaborando con todos aquellos que verdaderamente buscan la paz. La Iglesia pide que los fieles laicos estén presentes, con la insignia de la valentía y de la creatividad intelectual, en los puestos privilegiados de la cultura, como son el mundo de la escuela y de la universidad, los ambientes de investigación científica y técnica, los lugares de la creación artística y de la reflexión humanista. «Es necesario –decía Pablo VI- evangelizar no decorativamente, a manera de una barniz superficial, sino de modo vital, en profundidad y hasta las raíces»[9].

La cesación anticipada de la actividad profesional y laboral, abren un espacio nuevo a la tarea apostólica de los ancianos. Es un deber que hay que asumir, por un lado, superando decididamente la tentación de refugiarse nostálgicamente en un pasado que no volverá más, o de renunciar a comprometerse en el presente por la dificultades halladas en un mundo de continuas novedades. «La entrada en la tercera edad ha de considerarse como un privilegio (...) no obstante la complejidad de los problemas que debéis resolver y el progresivo debilitamiento de las fuerzas, y a pesar de las insuficiencias de las organizaciones sociales, los retrasos de la legislación oficial, las incomprensiones de una sociedad egoísta. Tenéis todavía una misión que cumplir, una ayuda que dar hasta el último respiro»[10].

Id también vosotros a mi viña”: llamamiento de Nuestro Señor Jesucristo dirigido a todos, y, en particular, a los fieles laicos, hombres y mujeres. Diversas situaciones eclesiales tienen que lamentar la ausencia o escasísima presencia de los hombres, de los que una parte abdica de las propias responsabilidades eclesiales. Es el designio originario del Creador que desde el «principio» ha querido al ser humano como «unidad de los dos», comunión interpersonal de amor que constituye la misteriosa vida íntima de Dios Uno y Trino

La Iglesia tiene un buen mensaje que hacer resonar dentro de la sociedad y de las culturas que, habiendo perdido el sentido del sufrir humano, silencian cualquier forma de hablar sobre esta dura realidad de la vida para que la «civilización del amor» pueda florecer y fructificar.

Virgen Madre, guíanos y sostennos para que vivamos siempre como auténticos hijos e hijas de la Iglesia de tu Hijo y podamos contribuir a establecer sobre la tierra la civilización de la verdad y del amor, según el deseo de Dios y para su gloria.



[1] Dec. Apostolicam actuositatem, 33.

[2] Homilía al inicio del ministerio de Supremo Pastor de la Iglesia, 22 octubre 1978.

[3] Cf Lumen gentium, 32.

[4] Discurso a miembros de los Institutos seculares, 2 febrero 1972.

[5] Lumen gentium, 31.

[6] Apostolicam actuositatem, 16.

[7] Apostolicam actuositatem, 10.

[8] Gaudium et spes, 40.

[9] Pablo VI. Evangelii nuntiandi, 20.

[10] Juan Pablo II. Discurso a grupos de la tercera edad, 23 marzo 1984.

No hay comentarios:

Publicar un comentario