lunes, 17 de enero de 2011

Ecumenismo

Sobre el empeño ecuménico.

Resumen literal de la Enc. Ut unum sint de Juan Pablo II, 25-V-1995.

¡Ut unum sint!, ¡que sean uno! La llamada a la unidad de los cristianos que el Concilio Vaticano II ha renovado con tan vehemente anhelo, resuena con fuerza cada vez mayor. El valiente testimonio de tantos mártires pertenecientes a otras Iglesias y Comunidades eclesiales no en plena comunión con la Iglesia católica, infunde nuevo impulso a la llamada conciliar. Cristo llama a todos sus discípulos a la unidad. Me mueve el deseo de renovar esta invitación y proponerla de nuevo con determinación.

Sin embargo, además de las divergencias doctrinales que hay que resolver, los cristianos no pueden minusvalorar el peso de las incomprensiones ancestrales, de los malentendidos y prejuicios, la inercia, la indiferencia y un insuficiente conocimiento recíproco. Por este motivo debe basarse en la conversión de los corazones y en la oración que llevará incluso a la purificación de la memoria histórica... Están invitados a reconocer juntos los errores cometidos y los factores contingentes que intervinieron en el origen de sus lamentables separaciones. Es necesaria una sosegada y limpia mirada de verdad, vivificada por la misericordia divina, capaz de suscitar una renovada disponibilidad precisamente para anunciar el Evangelio a los hombres de todo pueblo y nación.

Con el Concilio Vaticano II, la Iglesia católica se ha comprometido de modo irreversible a recorrer el camino de la acción ecuménica. La Iglesia católica reconoce y confiesa las debilidades de sus hijos, consciente de que sus pecados constituyen otras tantas traiciones y obstáculos a la realización del designio del Salvador. La Iglesia está llamada a liberarse de todo apoyo puramente humano para vivir en profundidad la ley evangélica de las Bienaventuranzas. Yo mismo quiero promover cualquier paso útil; es un deber del Obispo de Roma. Lo llevo a cabo con la profunda convicción de obedecer al Señor y con plena conciencia de mi fragilidad humana. “Yo he rogado por ti para que tu fe no desfallezca”. La conversión de Pedro y de sus sucesores se apoya en la oración misma del Redentor en la cual la Iglesia participa constantemente. Pido encarecidamente que participen de esta oración los fieles de la Iglesia católica y todos los cristianos. Junto conmigo, rueguen todos por esta conversión.

La Iglesia católica basa en el designio de Dios su compromiso ecuménico pues ha sido enviada al mundo, no replegada sobre sí misma, para anunciar y extender el misterio de comunión que la constituye. La unidad de toda la humanidad es voluntad de Dios. Por eso Dios envió a su Hijo... La Iglesia católica asume la acción ecuménica como un imperativo de la conciencia cristiana iluminada por la fe y guiada por la caridad. Esta es la esperanza de la unidad de los cristianos que tiene su fuente divina en la unidad Trinitaria del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

Jesús mismo antes de la Pasión rogó para “que todos sean uno”. Esta unidad está en el centro mismo de su obra. La unidad dada por el Espíritu Santo no consiste simplemente en el encontrarse juntas unas personas que se suman unas a otras. “Nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo” (1Jn 1,3). Así pues, para la Iglesia católica, la comunión de los cristianos no es más que la manifestación de la gracia por medio de la cual Dios los hace partícipes de su propia comunión.

Creer en Cristo significa querer la unidad; querer la unidad significa querer la Iglesia; querer la Iglesia significa querer la comunión de gracia. En la situación actual de división entre los cristianos, los fieles católicos se sienten profundamente interpelados por el Señor de la Iglesia y ella no olvida que muchos en su seno ofuscan el designio de Dios.

Los elementos de santificación y de verdad presentes en las demás Comunidades cristianas, en grado diverso unas y otras, constituyen la base objetiva de la comunión existente... por este motivo el Concilio Vaticano II habla de una cierta comunión aunque imperfecta. Fuera de la comunidad católica no existe el vacío eclesial. Muchos elementos de gran valor son parte de la plenitud de los medios de salvación y de los dones de la gracia. No se trata de poner juntas todas estas riquezas con el fin de llegar a la Iglesia deseada por Dios. De acuerdo con la Tradición atestiguada por los Padres de Oriente y Occidente, la Iglesia católica cree que en el evento de Pentecostés Dios manifestó ya la Iglesia en su realidad escatológica.

En el magisterio del Concilio hay un nexo claro entre renovación, conversión y reforma. Basándose en una idea que el mismo Papa Juan XXIII había expresado en la apertura del Concilio, el Decreto sobre ecumenismo menciona el modo de exponer la doctrina entre los elementos de la continua reforma. No se trata de modificar el depósito de la fe, de cambiar el significado de los dogmas, de suprimir palabras esenciales, de adaptar la verdad a los gustos de una época, de quitar ciertos artículos del Credo con el falso pretexto de que ya no son comprensibles... La doctrina debe ser presentada de modo que sea comprensible para aquellos a quienes Dios la destina. En la Carta Encíclica “Apóstoles de los eslavos” recordaba cómo Cirilo y Metodio tradujeron las nociones de la Biblia y los conceptos de la teología griega en un contexto de experiencias históricas y de pensamiento muy diverso. Comprendieron que no podían imponer a los pueblos, cuya evangelización les encomendaron, ni siquiera la indiscutible superioridad de la lengua griega y de la cultura bizantina.

Puesto que por su naturaleza la verdad de fe está destinada a toda la humanidad, exige ser traducida a todas las culturas. La expresión de la verdad puede ser multiforme y la renovación de las formas de expresión se hace necesaria para transmitir al hombre de hoy el mensaje evangélico en su inmutable significado.

Y es no sólo renovación del modo de expresar la fe, sino de la misma vida de fe. Así creía en la unidad de la Iglesia el Papa Juan XXIII que constataba: “Es mucho más fuerte lo que nos une que lo que nos divide”. Por su parte, el Concilio Vaticano II exhorta: “Recuerden todos los fieles cristianos que promoverán e incluso practicarán tanto mejor la unión cuanto más se esfuercen por vivir una vida más pura según el Evangelio” (UR,7). Esta conversión y santidad de vida, junto con las oraciones públicas y privadas por la unidad de los cristianos, deben considerarse como el alma de todo el movimiento ecuménico. “Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”. La comunión de oración lleva a mirar con ojos nuevos a la Iglesia y al cristianismo. En la oración nos reunimos en nombre de Cristo que es Uno. Él es nuestra unidad. Es como si nosotros deberíamos volver siempre a reunirnos en el Cenáculo del Jueves Santo, aunque nuestra presencia común en este lugar aguarda todavía su perfecto cumplimiento, hasta que todos los cristianos se reúnan en la única celebración de la Eucaristía.

La Semana de Oración por la unidad de los cristianos que se celebra en el mes de enero se ha convertido en una tradición difundida y consolidada. Pero además de ella, son muchas las ocasiones que durante el año llevan a los cristianos a rezar juntos... La conversión del corazón, condición esencial de toda auténtica búsqueda de la unidad, brota de la oración y ésta la lleva hacia su cumplimiento. Orar por la unidad no está sin embargo reservado a quien vive en un contexto de división entre los cristianos. En el diálogo íntimo y personal que cada uno de nosotros debe tener con el Señor en la oración, no puede excluirse la preocupación por la unidad.

Si por una parte la oración es la condición para el diálogo, por otra llega a ser su fruto en cuanto el diálogo cumple también y al mismo tiempo la función de un examen de conciencia. ¿Cómo no recordar en este contexto las palabras de la primera carta de Juan?: “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros... Si decimos que no hemos pecado, hacemos mentiroso a Dios y su Palabra no está en nosotros” (1Jn1,8-10). El sacrificio salvífico de Cristo se ofrece por todos los pecados del mundo, y por tanto también los cometidos contra la unidad de la Iglesia, tanto de los pastores como de los fieles.

No sólo se deben perdonar y superar los pecados personales, sino también los sociales, es decir, las estructuras mismas del pecado que han contribuido y pueden contribuir a la división y a su consolidación.

Las relaciones entre los cristianos no tienden sólo al mero conocimiento recíproco, a la oración en común y al diálogo. Prevén y exigen desde ahora cualquier posible colaboración práctica en los diversos ámbitos: pastoral, cultural, social e incluso en el testimonio del mensaje del Evangelio. Una cooperación así fundada sobre la fe común, no sólo es rica por la comunión fraterna, sino que es una epifanía de Cristo mismo.

Cuanto he dicho anteriormente en relación al diálogo ecuménico desde la clausura del Concilio en adelante, lleva a dar gracias al Espíritu de la verdad prometido por Cristo Señor a los apóstoles y a la Iglesia. Es la primera vez en la historia que la acción a favor de la unidad de los cristianos ha adquirido proporciones tan grandes y se ha extendido a un ámbito tan amplio. Reconocer lo que Dios ya ha concedido es condición que nos predispone a recibir aquellos dones aún indispensables para llevar a término la obra ecuménica.

Una visión de conjunto de los últimos treinta años ayuda a comprender mejor muchos de los frutos... Por ejemplo, en el mismo espíritu del Sermón de la Montaña, los cristianos ya no se consideran enemigos o extranjeros, sino hermanos y hermanas. Se sustituye incluso el uso de la expresión “hermanos separados” por términos más adecuados; se habla de “otros cristianos”, “otros bautizados”, de “cristianos de otras comunidades”... Esta ampliación de la terminología traduce una notable evolución de la mentalidad. Lo he podido constatar personalmente muchas veces durante las celebraciones ecuménicas que constituyen uno de los eventos importantes de mis viajes apostólicos. Se han relegado al olvido las excomuniones del pasado; se prestan edificios de culto; se ofrecen becas de estudio para la formación de ministros, se interviene ante las autoridades civiles para defender a otros cristianos... No es la consecuencia de un filantropismo liberal o de un vago espíritu de familia; es mucho más que un mero acto de cortesía. Cada vez más adoptan conjuntamente posiciones, en nombre de Cristo, sobre problemas importantes que afectan a la vocación humana, la libertad, la justicia, la paz y el futuro del mundo, elementos constitutivos de la misión cristiana. Numerosos cristianos participan juntos en proyectos audaces que pretenden cambiar el mundo para que triunfe el respeto a los derechos y necesidades de todos, especialmente de los pobres, los marginados y los indefensos.

¿Cómo anunciar el Evangelio de la reconciliación sin comprometerse al mismo tiempo en la obra de la reconciliación de los cristianos? Pienso en el grave obstáculo que la división constituye para el anuncio del Evangelio. Se trata de uno de los imperativos de la caridad. El Papa Pablo VI escribía al Patriarca ecuménico Atenágoras I: “Pueda el Espíritu Santo guiarnos por el camino de la reconciliación para que la unidad de nuestras Iglesias llegue a ser un signo siempre más luminoso de esperanza y de consuelo para toda la humanidad”.

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