sábado, 4 de diciembre de 2010

La Iglesia, luz de las gentes (1)

El misterio de la Iglesia, pueblo de Dios

Resumen literal de la Constitución dogmática Lumen gentium (cap. I y II) del Concilio Vaticano II (21-XI-1964).


Por ser Cristo luz de las gentes, este sagrado Concilio, reunido bajo la inspiración del Espíritu Santo, desea vehementemente iluminar a todos los hombres con su claridad, que resplandece sobre el haz de la Iglesia, anunciando el Evangelio a toda criatura (cf. Mc 16,15). Y como la Iglesia es en Cristo como un sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano, insistiendo en el ejemplo de los Concilios anteriores, se propone declarar con toda precisión a sus fieles y a todo el mundo su naturaleza y su misión universal. Las condiciones de estos tiempos añaden a este deber de la Iglesia una mayor urgencia, para que todos los hombres, unidos hoy más íntimamente con toda clase de relaciones sociales, técnicas y culturales, consigan también la plena unidad en Cristo.

El Padre Eterno creó el mundo universo por un libérrimo y misterioso designio de su sabiduría y de su bondad, decretó elevar a los hombres a la participación de la vida divina y, caídos por el pecado de Adán, no los abandonó, dispensándoles siempre su auxilio, en atención a Cristo Redentor, «que es la imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura» (Col 1,15).

(...) Determinó convocar a los creyentes en Cristo en la Santa Iglesia, que fue ya prefigurada desde el origen del mundo, preparada admirablemente en la historia del pueblo de Israel y en el Antiguo Testamento, constituida en los últimos tiempos, manifestada por la efusión del Espíritu Santo, y se perfeccionará gloriosamente al fin de los tiempos. Entonces, como se lee en los Santos Padres, todos los justos descendientes de Adán, «desde Abel el justo hasta el último elegido», se congregarán ante el Padre en una Iglesia universal.

Vino, pues, el Hijo, enviado por el Padre, que nos eligió en Él antes de la creación del mundo, y nos predestinó a la adopción de hijos, porque en Él se complació restaurar todas las cosas (cf Ef 1,4-5, 10). Cristo, pues, en cumplimiento de la voluntad del Padre, inauguró en la tierra el reino de los cielos, nos reveló su misterio, y efectuó la redención con su obediencia. La Iglesia, o reino de Cristo, presente ya en el misterio, crece visiblemente en el mundo por el poder de Dios.

Consumada, pues, la obra, que el Padre confió al Hijo en la tierra (cf Jn 17,4), fue enviado el Espíritu Santo en el día de Pentecostés, para que santificara a la Iglesia, y de esta forma los que creen en Cristo pudieran acercarse al Padre en un mismo Espíritu (cf Ef 2,18). Él es el Espíritu de la vida, o la fuente del agua que salta hasta la vida eterna (cf Jn 4,14; 7,38-39), habita en la Iglesia y en los corazones de los fieles como en un templo (1Cor 3,16; 6,19), y en ellos ora y da testimonio de la adopción de hijos (cf Gal 4,6; Rom 8,15-16,26). Hace rejuvenecer a la Iglesia por la virtud del Evangelio, la renueva constantemente y la conduce a la unión consumada con su Esposo. Pues el Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús: «¡Ven!» (cf Ap 22,17). Así se manifiesta toda la Iglesia como «una muchedumbre reunida por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo».

Como en el Antiguo Testamento la revelación del Reino se propone muchas veces bajo figuras, así ahora la íntima naturaleza de la Iglesia se nos manifiesta también bajo diversos símbolos tomados de la vida pastoril, de la agricultura, de la construcción, de la familia y de los esponsales que ya se vislumbran en los libros de los profetas.

La Iglesia es, pues, un «redil», labranza de Dios (1Cor 3,9). La verdadera vid es Cristo, que comunica la savia y la fecundidad a los sarmientos, y sin Él nada podemos hacer (Jn 15,1-5). Muchas veces también la Iglesia se llama «edificación» de Dios (1Cor 3,9), casa de Dios (1Tim 3,15), en que habita su «familia», habitación de Dios en el Espíritu (Ef 2,19-22) y, sobre todo, «templo» santo, que los Santos Padres celebran representado en los santuarios de piedra, y en la liturgia se compara justamente a la ciudad santa, la nueva Jerusalén. Porque en ella somos ordenados en la tierra como piedras vivas (1Pe 2,5).

(...) Pero como todos los miembros del cuerpo humano, aunque sean muchos, constituyen un cuerpo, así los fieles en Cristo (cf 1Cor 12,12). La cabeza de este cuerpo es Cristo (...) Es necesario que todos los miembros se asemejen a Él hasta que Cristo quede formado en ellos (cf Gal 4,19).

(...) Peregrinos todavía sobre la tierra siguiendo sus huellas en el sufrimiento y en la persecución, nos unimos a sus dolores como el cuerpo a la Cabeza, padeciendo con Él, para ser con Él glorificados (cf Rom 8,17).

Cristo, Mediador único, estableció su Iglesia santa, comunidad de fe, de esperanza y de caridad en este mundo como una trabazón visible, sociedad dotada de órganos jerárquicos, reunión visible y comunidad espiritual (...) una realidad compleja, constituida por un elemento humano y otro divino.

Esta es la única Iglesia de Cristo, que en el Símbolo confesamos una, santa, católica y apostólica (...) Esta Iglesia constituida y ordenada en este mundo como una sociedad, permanece en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él, aunque pueden encontrarse fuera de ella muchos elementos de santificación y de verdad que, como dones propios de la Iglesia de Cristo, inducen hacia la unidad católica.

La Iglesia, «va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios, anunciando la cruz y la muerte del Señor, hasta que Él venga» (cf 1Cor 11,26). Se vigoriza con la fuerza del Señor resucitado, para vencer con paciencia y con caridad sus propios sufrimientos y dificultades internas y externas, y descubre fielmente en el mundo el misterio de Cristo, aunque entre penumbras, hasta que al fin de los tiempos se descubra con todo esplendor.

Quiso Dios santificar y salvar a los hombres no individualmente y aislados entre sí, sino constituirlos en un pueblo que le conociera en la verdad y le sirviera santamente. Eligió como pueblo suyo el pueblo de Israel, con quien estableció una Alianza, y a quien instruyo gradualmente manifestándole a Sí mismo y sus divinos designios a través de su historia, y santificándolo para Sí. Pero todo esto lo realizó como preparación y figura de la Nueva Alianza, perfecta, que había de efectuarse en Cristo, y de la plena revelación que había de hacer por el mismo Verbo de Dios hecho carne.

Ese pueblo mesiánico tiene por Cabeza a Cristo, «que fue entregado por nuestros pecados y resucitó para nuestra salvación» (Rom 4,25) (...) Aquel pueblo mesiánico, por tanto, aunque de momento no contenga a todos los hombres, y muchas veces aparezca como una pequeña grey es, sin embargo, el germen firmísimo de unidad, de esperanza y de salvación para todo el género humano.

Cristo Señor, Pontífice tomado de entre los hombres (cf Hb 5,1-5), a su nuevo pueblo «lo hizo Reino de sacerdotes para Dios, su Padre» (cf Ap 1,6; 5,9-10). Los bautizados son consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo por la regeneración y por la unción del Espíritu Santo, para que por medio de todas las obras del hombre cristiano ofrezcan sacrificios espirituales y anuncien las maravillas de quien los llamó de las tinieblas a la luz admirable (cf 1Pe 2,4-10). Por ello, todos los discípulos de Cristo, perseverando en la oración y alabanza a Dios (cf Act 2,42.47), han de ofrecerse a sí mismos como hostia viva, santa y grata a Dios (cf Rom 12,1), han de dar testimonio de Cristo en todo lugar, y a quien se la pidiere, han de dar también razón de la esperanza que tienen en la vida eterna (cf 1Pe 3,15).

El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico se ordena el uno para el otro, aunque cada cual participa de forma peculiar del sacerdocio de Cristo. Su diferencia es esencial no sólo gradual.

(...) Así, pues, de todas las gentes de la tierra se compone el Pueblo de Dios, porque de todas recibe sus ciudadanos, que lo son de un reino, por cierto no terreno, sino celestial. Pues todos los fieles esparcidos por la faz de la tierra comunican en el Espíritu Santo con los demás, y así «el que habita en Roma sabe que los indios son también sus miembros». Pero como el Reino de Cristo no es de este mundo (cf Jn 18,36), la Iglesia, o Pueblo de Dios, introduciendo este Reino no arrebata a ningún pueblo ningún bien temporal, sino al contrario, todas las facultades, riquezas y costumbres que revelan la idiosincrasia de cada pueblo, en lo que tienen de bueno, las favorece y asume; pero al recibirlas las purifica, las fortalece y las eleva.

Todos los hombres son llamados a esta unidad católica del Pueblo de Dios, que prefigura y promueve la paz y a ella pertenecen de varios modos y se ordenan, tanto los fieles católicos como los otros cristianos, e incluso todos los hombres en general llamados a la salvación por la gracia de Dios.

Por tanto el designio de salvación abarca también a aquellos que reconocen al Creador, entre los cuales están en primer lugar los musulmanes, que confesando profesar la fe de Abraham adoran con nosotros a un solo Dios, misericordioso, que ha de juzgar a los hombres en el último día. Este mismo Dios tampoco está lejos de otros que entre sombras e imágenes buscan al Dios desconocido, puesto que les da a todos la vida, la inspiración y todas las cosas (cf Act 17,25-28), y el Salvador quiere que todos los hombres se salven (cf 1Tim 2,4). Pues los que inculpablemente desconocen el Evangelio de Cristo y su Iglesia, y buscan con sinceridad a Dios, y se esfuerzan bajo el influjo de la gracia en cumplir con las obras de su voluntad, conocida por el dictamen de la conciencia, pueden conseguir la salvación eterna.

Sobre todos los discípulos de Cristo pesa la obligación de propagar la fe según su propia condición de vida. Pero aunque cualquiera puede bautizar a los creyentes, es, no obstante, propio del sacerdote el consumar la edificación del Cuerpo de Cristo por el sacrificio eucarístico, realizando las palabras de Dios dichas por el profeta: «Desde la salida del sol hasta su ocaso es grande mi nombre entre las gentes, y en todo lugar se ofrece a mi nombre una oblación pura» (Mal 1,11). Así, pues ora y trabaja a un tiempo la Iglesia, para que la totalidad del mundo se incorpore al Pueblo de Dios, Cuerpo del Señor y Templo del Espíritu Santo, y en Cristo, Cabeza de todos, se rinda todo honor y gloria al Creador y Padre universal.

Roma, en San Pedro, 21 de noviembre de 1964. Yo, PABLO, Obispo de la Iglesia Católica. (Siguen las firmas de los Padres Conciliares)

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