miércoles, 1 de diciembre de 2010

Amor a la Iglesia

El “mandato” de la Iglesia en el mundo contemporáneo.

Resumen literal de la Enc. Ecclesiam suam (nn. 1 a 26) de Pablo VI, 6 agosto 1964.

Habiendo Jesucristo fundado su Iglesia para que fuese al mismo tiempo madre amorosa de todos los hombres y dispensadora de salvación, se ve claramente por qué a lo largo de los siglos le han dado muestras de particular amor y le han dedicado especial solicitud todos los que se han interesado por la gloria de Dios y por la salvación eterna de los hombres.

A todos, por tanto, les parecerá justo que, al dirigir al mundo esta nuestra primera encíclica (...) volvamos nuestro pensamiento amoroso y reverente a la santa Iglesia.

No pretendemos, sin embargo, decir cosas nuevas ni completas: para ello está el Concilio Ecuménico; y su obra no debe ser turbada por esta nuestra sencilla conversación epistolar, sino, antes bien, honrada y alentada… Queremos tan sólo, con esta nuestra carta, cumplir el deber de abriros nuestra alma, con la intención de dar a la comunión de fe y de caridad que felizmente existe entre nosotros una mayor cohesión y un mayor gozo.

(…) Brota un espontáneo deseo de comparar la imagen ideal de la Iglesia —tal como Cristo la vio, la quiso y la amó como Esposa suya santa e inmaculada— y el rostro real que hoy la Iglesia presenta, fiel… con la gracia divina, a las líneas que su divino Fundador le imprimió y que el Espíritu Santo vivificó y desarrolló durante los siglos.

(…) Brota, por lo tanto, un anhelo generoso y casi impaciente de renovación, es decir, de enmienda de los defectos que denuncia y refleja la conciencia, a modo de examen interior frente el espejo del modelo que Cristo nos dejó de sí.

(...) Quisiéramos que esta reflexión sobre el origen y sobre la naturaleza de la relación nueva y vital, que la religión de Cristo establece entre Dios y el hombre asumiese el sentido de un acto de docilidad a la palabra del divino Maestro dirigida a sus oyentes, y especialmente a sus discípulos…

La amonestación a la vigilancia viene intimada por el Señor aun en orden a los hechos próximos y cercanos, es decir, a los peligros y a las tentaciones que pueden hacer que la conducta del hombre decaiga y se desvíe. Así es fácil descubrir en el Evangelio una continua invitación a la rectitud del pensamiento y de la acción. Por ventura (...) Jesucristo mismo, ¿no ha invitado a acoger interiormente el reino de Dios? Toda su pedagogía, ¿no es una exhortación, una iniciación a la interioridad?

(…) Podríamos, pues, invitar a todos a realizar un vivo, profundo y consciente acto de fe en Jesucristo, Nuestro Señor. Deberíamos caracterizar este momento de nuestra vida religiosa con esta profesión de fe, firme y convencida, pero siempre humilde y temblorosa, semejante a la que leemos en el Evangelio hecha por el ciego de nacimiento, a quien Jesucristo con bondad igual a su potencia había abierto los ojos: ¡Creo, Señor!, o también a la de Marta, en el mismo Evangelio: Sí, Señor, yo he creído que Tú eres el Mesías, Hijo de Dios vivo, que ha venido a este mundo, o bien a aquella otra… tan dulce, de Simón, que luego fue llamado Pedro: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo.

Ella tiene necesidad de reflexionar sobre sí misma; tiene necesidad de sentir su propia vida. Debe aprender a conocerse mejor a sí misma, si quiere vivir su propia vocación y ofrecer al mundo su mensaje de fraternidad y salvación. Tiene necesidad de experimentar a Cristo en sí misma, según las palabras del apóstol Pablo: Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones. Todos saben cómo la Iglesia está inmersa en la humanidad, forma parte de ella; de ella saca a sus miembros, de ella extrae preciosos tesoros de cultura, y sufre sus vicisitudes históricas como también contribuye a sus éxitos.

(…) Ahora bien; todos saben por igual que la humanidad en este tiempo está en vía de grandes transformaciones, trastornos y desarrollos que cambian profundamente no sólo sus formas exteriores de vida, sino también sus modos de pensar. Su pensamiento, su cultura, su espíritu se han modificado íntimamente, ya por el progreso científico, técnico y social, ya por las corrientes del pensamiento filosófico y político que la invaden y atraviesan. Todo ello, como las olas de un mar, envuelve y sacude a la Iglesia misma; los espíritus de los hombres que a ella se confían están fuertemente influidos por el clima del mundo temporal; de tal manera que un peligro como de vértigo, de aturdimiento, de extravío, puede sacudir su misma solidez e inducir a muchos a aceptar los más extraños pensamientos, como si la Iglesia tuviera que renegar de sí misma y abrazar novísimas e impensadas formas de vida.

(…) Creemos que para inmunizarse contra tal peligro, siempre inminente y múltiple, que procede de muchas partes, el remedio bueno y obvio es el profundizar en la conciencia de la Iglesia, sobre lo que ella es verdaderamente, según la mente de Cristo conservada en la Escritura y en la Tradición, e interpretada y desarrollada por la genuina enseñanza eclesiástica, la cual está, como sabemos, iluminada y guiada por el Espíritu Santo, dispuesto siempre, cuando se lo pedimos y cuando le escuchamos, a dar indefectible cumplimiento a la promesa de Cristo: El Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, ese os lo enseñará todo y os traerá a la memoria todo lo que yo os he dicho.

Por ello confiamos que la labor del Concilio será asistida con la luz del Espíritu Santo y será continuada y llevada a feliz término con tal docilidad a sus divinas inspiraciones, con tal tesón en la investigación más profunda e integral del pensamiento originario de Cristo y de sus necesarias y legítimas evoluciones en el correr de los tiempos, con tal solicitud por hacer de la verdad divina argumento para unir -no ya para dividir- los ánimos en estériles discusiones o dolorosas escisiones, sino para conducirlos a una mayor claridad y concordia, de donde resulte gloria de Dios, gozo en la Iglesia y edificación para el mundo…

El primer fruto de la conciencia profundizada de la Iglesia sobre sí misma es el renovado descubrimiento de su vital relación con Cristo. Cosa conocidísima, pero fundamental, indispensable y nunca bastante sabida, meditada y exaltada (…) Valga… la exhortación de nuestro… Predecesor en la… encíclica Mystici Corporis: “Es menester que nos acostumbremos a ver en la Iglesia al mismo Cristo. Porque Cristo es quien vive en su Iglesia, quien por medio de ella enseña, gobierna y confiere la santidad; Cristo es también quien de varios modos se manifiesta en sus diversos miembros sociales”.

(…) ¿No nos ha dicho Jesús mismo que El es la vid y nosotros los sarmientos? ¿No tenemos ante nuestra mente toda la riquísima doctrina de San Pablo, quien no cesa de recordarnos: “Vosotros sois uno en Cristo Jesús”, y de recomendarnos que... “crezcamos en Él en todos los sentidos, en Él que es la Cabeza, Cristo, por quien vive todo el cuerpo”... y de amonestarnos... “todas las cosas, y en todos, Cristo”. Nos baste, por todos, recordar entre los maestros a San Agustín: ... “alegrémonos y demos gracias, porque hemos sido hechos no sólo cristianos, sino Cristo. ¿Entendéis, os dais cuenta, hermanos, del favor que Dios nos ha hecho? admiraos, gozaos, hemos sido hechos Cristo. Pues si Él es Cabeza, nosotros somos sus miembros… ¿Qué es Cabeza y miembros? Cristo y la Iglesia”.

Sabemos muy bien que esto es un misterio. Es el misterio de la Iglesia. Y si nosotros, con la ayuda de Dios, fijamos la mirada del ánimo en este misterio, conseguiremos muchos beneficios espirituales, precisamente aquellos de los cuales creemos que ahora la Iglesia tiene mayor necesidad.

Es necesario volver a dar toda su importancia al hecho de haber recibido el santo bautismo, es decir, de haber sido injertados, mediante tal sacramento, en el Cuerpo Místico de Cristo que es la Iglesia. Y esto especialmente en la valoración consciente que el bautizado debe tener de su elevación, más aún, de su regeneración a la felicísima realidad de hijo adoptivo de Dios, a la dignidad de hermano de Cristo; a la suerte, queremos decir, a la gracia y al gozo de la inhabitación del Espíritu Santo, a la vocación de una vida nueva, que nada ha perdido de humano, salvo la desgracia del pecado original, y que es capaz de dar las mejores manifestaciones y probar los más ricos y puros frutos de todo los que es humano. El ser cristiano, el haber recibido el santo bautismo, no debe ser considerado como cosa indiferente o sin valor, sino que debe marcar profunda y felizmente la conciencia de todo bautizado.

(…) La vida cristiana, tal como la Iglesia la defiende y promueve, debe continuar y valerosamente evitar todo cuanto pueda engañarla, profanarla, sofocarla, como para inmunizarse contra el contagio del error y del mal; por otra, no sólo debe adaptarse a los modos de concebir y de vivir que el ambiente temporal le ofrece y le impone, en cuanto sean compatibles con las exigencias esenciales de su programa religioso y moral, sino que debe procurar acercarse a él, purificarlo, ennoblecerlo, vivificarlo y santificarlo; tarea ésta, que impone a la Iglesia un perenne examen de vigilancia moral y que nuestro tiempo reclama con particular apremio y con singular gravedad.

(…) A vosotros, pues, Venerables Hermanos, os tocará indicarnos las medidas que se han de tomar para hermosear y rejuvenecer el rostro de la Santa Iglesia. Quede una vez más manifiesto nuestro propósito de favorecer dicha reforma. ¡Cuántas veces en los siglos pasados este propósito ha estado asociado en la historia de los Concilios!

(…) Esto no significa que pretendamos creer que la perfección consista en la inmovilidad de las formas, de que la Iglesia se ha revestido a lo largo de los siglos; ni tampoco en que se haga refractaria a la adopción de formas hoy comunes y aceptables de las costumbres y de la índole de nuestro tiempo. La palabra, hoy ya famosa, de nuestro venerable Predecesor Juan XXIII, de feliz memoria, la palabra "aggiornamento", la tendremos siempre presente como norma y programa.

No es la conformidad al espíritu del mundo, ni la inmunidad a la disciplina de una razonable ascética, ni la indiferencia hacia las libres costumbres de nuestro tiempo, ni la emancipación de la autoridad de prudentes y legítimos superiores, ni la apatía respecto a las formas contradictorias del pensamiento moderno las que pueden dar vigor a la Iglesia, las que pueden hacerla idónea para recibir el influjo de los dones del Espíritu Santo, pueden darle la autenticidad en el seguir a Cristo nuestro Señor, pueden conferirle el ansia de la caridad hacia los hermanos y la capacidad de comunicar su mensaje de salvación, sino su actitud de vivir según la gracia divina, su fidelidad al Evangelio del Señor, su cohesión jerárquica y comunitaria.

El Evangelio es luz, es novedad, es energía, es nuevo nacimiento, es salvación. Por esto engendra y distingue una forma de vida nueva, de la que el Nuevo Testamento nos da continua y admirable lección: “No os conforméis a este siglo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que procuréis conocer cuál es la voluntad de Dios, buena, grata y perfecta”, nos amonesta San Pablo… No pido que los saques del mundo, sino que los preserves del mal. Ellos no son del mundo, como yo no soy del mundo. Y la Iglesia hace propio este deseo.

(…) Si verdaderamente la Iglesia, como decíamos, tiene conciencia de lo que el Señor quiere que ella sea, surge en ella una singular plenitud y una necesidad de efusión, con la clara advertencia de una misión que la trasciende y de un anuncio que debe difundir. Es el deber de la evangelización. Es el mandato misionero. Es el ministerio apostólico.

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