La palabra de Dios y la Iglesia
Resumen literal de la Exhortación apostólica Verbum Dómini de Benedicto XVI (2ª y 3ª parte), 30-IX-2010.
51. La relación entre Cristo, Palabra del Padre, y la Iglesia no puede ser comprendida como si fuera solamente un acontecimiento pasado, sino que es una relación vital, en la cual cada fiel está llamado a entrar personalmente (…) La Esposa de Cristo, maestra también hoy en la escucha, repite con fe: «Habla, Señor, que tu Iglesia te escucha». Por eso, la Constitución dogmática Dei Verbum comienza diciendo: «La Palabra de Dios la escucha con devoción y la proclama con valentía el santo Concilio». En efecto, se trata de una definición dinámica de la vida de la Iglesia: «Son palabras con las que el Concilio indica un aspecto que distingue a la Iglesia. La Iglesia no vive de sí misma, sino del Evangelio, y en el Evangelio encuentra siempre de nuevo orientación para su camino. Es una consideración que todo cristiano debe hacer y aplicarse a sí mismo: sólo quien se pone primero a la escucha de la Palabra, puede convertirse después en su heraldo».
52. (…) la sagrada liturgia (…) es el ámbito privilegiado en el que Dios nos habla en nuestra vida, habla hoy a su pueblo, que escucha y responde. Todo acto litúrgico está por su naturaleza empapado de la Sagrada Escritura. Como afirma la Constitución Sacrosanctum Concilium, «la importancia de la Sagrada Escritura en la liturgia es máxima. En efecto, de ella se toman las lecturas que se explican en la homilía, y los salmos que se cantan; las preces, oraciones y cantos litúrgicos están impregnados de su aliento y su inspiración; de ella reciben su significado las acciones y los signos». Más aún, hay que decir que Cristo mismo «está presente en su palabra, pues es Él mismo el que habla cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura».
53. (…) En la relación entre Palabra y gesto sacramental se muestra en forma litúrgica el actuar propio de Dios en la historia a través del carácter performativo de la Palabra misma. En efecto, en la historia de la salvación no hay separación entre lo que Dios dice y lo que hace; su Palabra misma se manifiesta como viva y eficaz (cf. Hb 4,12) (…) en la acción litúrgica estamos ante su Palabra que realiza lo que dice.
54. Lo que se afirma genéricamente de la relación entre Palabra y sacramentos, se ahonda cuando nos referimos a la celebración eucarística (…) Palabra y Eucaristía se pertenecen tan íntimamente que no se puede comprender la una sin la otra: la Palabra de Dios se hace sacramentalmente carne en el acontecimiento eucarístico. La Eucaristía nos ayuda a entender la Sagrada Escritura, así como la Sagrada Escritura, a su vez, ilumina y explica el misterio eucarístico.
61. Si bien la Eucaristía está sin duda en el centro de la relación entre Palabra de Dios y sacramentos, conviene subrayar, sin embargo, la importancia de la Sagrada Escritura también en los demás sacramentos, especialmente en los de curación, esto es, el sacramento de la Reconciliación o de la Penitencia, y el sacramento de la Unción de los enfermos. Con frecuencia, se descuida la referencia a la Sagrada Escritura en estos sacramentos. Por el contrario, es necesario que se le dé el espacio que le corresponde.
66. Bastantes intervenciones de los Padres sinodales han insistido en el valor del silencio en relación con la Palabra de Dios y con su recepción en la vida de los fieles. En efecto, la palabra sólo puede ser pronunciada y oída en el silencio, exterior e interior (…) Este valor ha de resplandecer particularmente en la Liturgia de la Palabra, que «se debe celebrar de tal manera que favorezca la meditación». Cuando el silencio está previsto, debe considerarse «como parte de la celebración».
72. Si bien es verdad que la liturgia es el lugar privilegiado para la proclamación, la escucha y la celebración de la Palabra de Dios, es cierto también que este encuentro ha de ser preparado en los corazones de los fieles y, sobre todo, profundizado y asimilado por ellos (…) No faltan en la historia de la Iglesia recomendaciones por parte de los santos sobre la necesidad de conocer la Escritura para crecer en el amor de Cristo. Este es un dato particularmente claro en los Padres de la Iglesia (…) Así, san Jerónimo da este consejo a la matrona romana Leta para la educación de su hija: «Asegúrate de que estudie cada día algún paso de la Escritura... Que la oración siga a la lectura, y la lectura a la oración... Que, en lugar de las joyas y los vestidos de seda, ame los Libros divinos».
84. El Sínodo ha dirigido muchas veces su atención a los fieles laicos, dándoles las gracias por su generoso compromiso en la difusión del Evangelio en los diferentes ámbitos de la vida cotidiana, del trabajo, la escuela, la familia y la educación. Esta tarea, que proviene del bautismo, ha de desarrollarse mediante una vida cristiana cada vez más consciente, capaz de dar «razón de la esperanza que tenemos» (cf. 1P 3,15).
91. El Verbo de Dios nos ha comunicado la vida divina que transfigura la faz de la tierra, haciendo nuevas todas las cosas (cf. Ap 21,5). Su Palabra no sólo nos concierne como destinatarios de la revelación divina, sino también como sus anunciadores. Él, el enviado del Padre para cumplir su voluntad (cf. Jn 5,36-38; 6,38-40; 7,16-18), nos atrae hacia sí y nos hace partícipes de su vida y misión. El Espíritu del Resucitado capacita así nuestra vida para el anuncio eficaz de la Palabra en todo el mundo.
92. (…) Los primeros cristianos han considerado el anuncio misionero como una necesidad proveniente de la naturaleza misma de la fe: el Dios en que creían era el Dios de todos, el Dios uno y verdadero que se había manifestado en la historia de Israel y, de manera definitiva, en su Hijo, dando así la respuesta que todos los hombres esperan en lo más íntimo de su corazón. Las primeras comunidades cristianas sentían que su fe no pertenecía a una costumbre cultural particular, que es diferente en cada pueblo, sino al ámbito de la verdad que concierne por igual a todos los hombres.
94. Puesto que todo el Pueblo de Dios es un pueblo «enviado», el Sínodo ha reiterado que «la misión de anunciar la Palabra de Dios es un cometido de todos los discípulos de Jesucristo, como consecuencia de su bautismo». Ningún creyente en Cristo puede sentirse ajeno a esta responsabilidad que proviene de su pertenencia sacramental al Cuerpo de Cristo.
95. Al exhortar a todos los fieles al anuncio de la Palabra divina, los Padres sinodales han reiterado también la necesidad en nuestro tiempo de un compromiso decidido en la missio ad gentes. La Iglesia no puede limitarse en modo alguno a una pastoral de «mantenimiento» para los que ya conocen el Evangelio de Cristo. El impulso misionero es una señal clara de la madurez de una comunidad eclesial.
96. El Papa Juan Pablo II, en la línea de lo que el Papa Pablo VI dijo en la Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, llamó de muchas maneras la atención de los fieles sobre la necesidad de un nuevo tiempo misionero para todo el Pueblo de Dios. Al alba del tercer milenio, no sólo hay todavía muchos pueblos que no han conocido la Buena Nueva, sino también muchos cristianos necesitados de que se les vuelva a anunciar persuasivamente la Palabra de Dios, de manera que puedan experimentar concretamente la fuerza del Evangelio.
97. (…) La Palabra de Dios llega a los hombres «por el encuentro con testigos que la hacen presente y viva». De modo particular, las nuevas generaciones necesitan ser introducidas a la Palabra de Dios «a través del encuentro y el testimonio auténtico del adulto, la influencia positiva de los amigos y la gran familia de la comunidad eclesial».
98. (…) Que el anuncio de la Palabra de Dios requiere el testimonio de la propia vida es algo que la conciencia cristiana ha tenido bien presente desde sus orígenes.
99. La Palabra divina ilumina la existencia humana y mueve a la conciencia a revisar en profundidad la propia vida, pues toda la historia de la humanidad está bajo el juicio de Dios: «Cuando venga en su gloria el Hijo del hombre, y todos los ángeles con él, se sentará en el trono de su gloria y serán reunidas ante él todas las naciones» (Mt 25,31-32) (…) el Evangelio nos recuerda que cada momento de nuestra existencia es importante y debe ser vivido intensamente, sabiendo que todos han de rendir cuentas de su propia vida (…) la misma Palabra de Dios reclama la necesidad de nuestro compromiso en el mundo y de nuestra responsabilidad ante Cristo, Señor de la Historia. Al anunciar el Evangelio, démonos ánimo mutuamente para hacer el bien y comprometernos por la justicia, la reconciliación y la paz.
102. (…) En el Sínodo, muchos testimonios han documentado los graves y sangrientos conflictos, así como las tensiones que hay en nuestro planeta. A veces, dichas hostilidades parecen tener un aspecto de conflicto interreligioso. Una vez más, deseo reiterar que la religión nunca puede justificar intolerancia o guerras. No se puede utilizar la violencia en nombre de Dios. Toda religión debería impulsar un uso correcto de la razón y promover valores éticos que edifican la convivencia civil.
Fieles a la obra de reconciliación consumada por Dios en Jesucristo, crucificado y resucitado, los católicos y todos los hombres de buena voluntad han de comprometerse a dar ejemplo de reconciliación para construir una sociedad justa y pacífica.
121. (…) Como nos hace contemplar el Prólogo del Evangelio de Juan (…) El Verbo sale del Padre y viene a vivir entre los suyos, y retorna al seno del Padre para llevar consigo a toda la creación que ha sido creada en Él y para Él. La Iglesia vive ahora su misión en expectante espera de la manifestación escatológica del Esposo: «el Espíritu y la Esposa dicen: ¡Ven!» (Ap 22,17). Esta espera nunca es pasiva, sino impulso misionero para anunciar la Palabra de Dios que cura y redime a cada hombre: también hoy, Jesús resucitado nos dice: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación» (Mc 16,15).
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