viernes, 26 de noviembre de 2010

La santidad

Sobre la llamada universal a la santidad

Resumen literal de la Const. Dogm. Lumen gentium del Concilio Vaticano II, cap V (nn. 39-42) y cap VII (nn. 48-51).


La Iglesia, cuyo misterio expone este sagrado Concilio, creemos que es indefectiblemente santa, ya que Cristo, el Hijo de Dios, a quien con el Padre y el Espíritu llamamos «el solo Santo», amó a la Iglesia como a su esposa, entregándose a sí mismo por ella para santificarla (cf Ef 5,25-26), la unió a sí mismo como su propio cuerpo y la enriqueció con el don del Espíritu Santo para gloria de Dios. Por eso, todos en la Iglesia, ya pertenezcan a la jerarquía, ya pertenezcan a la grey, son llamados a la santidad, según aquello del Apóstol: «Porque ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación» (1Tes 4,3; Ef 1,4). Esta santidad de la Iglesia se manifiesta incesantemente y se debe manifestar en los frutos de gracia que el Espíritu Santo produce en los fieles; se expresa de múltiples modos en todos aquellos que, con edificación de los demás, se acercan en su propio estado de vida a la cumbre de la caridad.

Nuestro Señor Jesucristo predicó la santidad de vida, de la que Él es Maestro y Modelo, a todos y cada uno de sus discípulos, de cualquier condición que fuesen. «Sed, pues, vosotros perfectos como vuestro Padre Celestial es perfecto» (Mt 5, 48). Envió a todos el Espíritu Santo, que los moviera interiormente, para que amen a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente y con todas las fuerzas (cf Mc 12,30), y para que se amen unos a otros como Cristo nos amó (cf Jn 13,34; 15,12). Los seguidores de Cristo, llamados por Dios, no en virtud de sus propios méritos, sino por designio y gracia de El, y justificados en Cristo Nuestro Señor, en la fe del bautismo han sido hechos hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza, y por lo mismo santos; conviene, por consiguiente, que esa santidad que recibieron sepan conservarla y perfeccionarla en su vida, con la ayuda de Dios. Les amonesta el Apóstol a que vivan «como conviene a los santos» (Ef 5,3, y que «como elegidos de Dios, santos y amados, se revistan de entrañas de misericordia, benignidad, humildad, modestia, paciencia» (Col 3,12) y produzcan los frutos del Espíritu para la santificación (cf Gal 5,22; Rom 6,22).

Fluye de ahí la clara consecuencia que todos los fieles, de cualquier estado o condición, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad, que es una forma de santidad que promueve, aun en la sociedad terrena, un nivel de vida más humano. Para alcanzar esa perfección, los fieles, según la diversa medida de los dones recibidos de Cristo, siguiendo sus huellas y amoldándose a su imagen, obedeciendo en todo a la voluntad del Padre, deberán esforzarse para entregarse totalmente a la gloria de Dios y al servicio del prójimo. Así la santidad del Pueblo de Dios producirá frutos abundantes, como brillantemente lo demuestra en la historia de la Iglesia la vida de tantos santos.

Una misma es la santidad que cultivan en cualquier clase de vida y de profesión los que son guiados por el espíritu de Dios y, obedeciendo a la voz del Padre, siguen a Cristo pobre, humilde y cargado con la cruz, para merecer la participación de su gloria. Según eso, cada uno según los propios dones y las gracias recibidas, debe caminar sin vacilación por el camino de la fe viva, que excita la esperanza y obra por la caridad.

Es menester, en primer lugar, que los pastores del rebaño de Cristo cumplan con su deber ministerial, santamente y con entusiasmo, con humildad y fortaleza, según la imagen del Sumo y Eterno sacerdote, pastor y obispo de nuestras almas.

(…) Los presbíteros, a semejanza del orden de los Obispos, crezcan en el amor de Dios y del prójimo por el ejercicio cotidiano de su deber...

(…) Conviene que los cónyuges y padres cristianos, siguiendo su propio camino, se ayuden el uno al otro en la gracia, con la fidelidad en su amor a lo largo de toda la vida, y eduquen en la doctrina cristiana y en las virtudes evangélicas a la prole que el Señor les haya dado (…) Un ejemplo análogo lo dan los que, en estado de viudez o de celibato, pueden contribuir no poco a la santidad y actividad de la Iglesia.

Y por su lado, los que viven entregados al duro trabajo conviene que en ese mismo trabajo humano busquen su perfección, ayuden a sus conciudadanos, traten de mejorar la sociedad entera y la creación, pero traten también de imitar, en su laboriosa caridad, a Cristo, cuyas manos se ejercitaron en el trabajo manual, y que continúa trabajando por la salvación de todos en unión con el Padre; gozosos en la esperanza, ayudándose unos a otros en llevar sus cargas, y sirviéndose incluso del trabajo cotidiano para subir a una mayor santidad, incluso apostólica.

Sepan también que están unidos de una manera especial con Cristo en sus dolores por la salvación del mundo todos los que se ven oprimidos por la pobreza, la enfermedad, los achaques y otros muchos sufrimientos o padecen persecución por la justicia: todos aquellos a quienes el Señor en su Evangelio llamó Bienaventurados, y a quienes: «El Señor... de toda gracia, que nos llamó a su eterna gloria en Cristo Jesús, después de un poco de sufrimiento, nos perfeccionará El mismo, nos confirmará, nos solidificará» (1Pe 5,10).

Por consiguiente, todos los fieles cristianos, en cualquier condición de vida, de oficio o de circunstancias, y precisamente por medio de todo eso, se podrán santificar de día en día, con tal de recibirlo todo con fe de la mano del Padre Celestial, con tal de cooperar con la voluntad divina, manifestando a todos, incluso en el servicio temporal, la caridad con que Dios amó al mundo.

(...) Quedan, pues, invitados y aun obligados todos los fieles cristianos a buscar la santidad y la perfección de su propio estado. Vigilen, pues, todos por ordenar rectamente sus sentimientos, no sea que en el uso de las cosas de este mundo y en el apego a las riquezas, encuentren un obstáculo que les aparte, contra el espíritu de pobreza evangélica, de la búsqueda de la perfecta caridad, según el aviso del Apóstol: «Los que usan de este mundo, no se detengan en eso, porque los atractivos de este mundo pasan» (cf 1Cor 7,31).

(…) La Iglesia a la que todos hemos sido llamados en Cristo Jesús y en la cual, por la gracia de Dios, conseguimos la santidad, no será llevada a su plena perfección sino «cuando llegue el tiempo de la restauración de todas las cosas» (Act., 3,21) y cuando, con el género humano, también el universo entero, que está íntimamente unido con el hombre y por él alcanza su fin, será perfectamente renovado (cf. Ef 1,10; Col 1,20; 2Pe 3,10-13).

Porque Cristo levantado en alto sobre la tierra atrajo hacia Sí a todos los hombres (cf Jn 12,32) (...) así que la restauración prometida que esperamos, ya comenzó en Cristo, es impulsada con la venida del Espíritu Santo y continúa en la Iglesia, en la cual por la fe somos instruidos también acerca del sentido de nuestra vida temporal, en tanto que con la esperanza de los bienes futuros llevamos a cabo la obra que el Padre nos ha confiado en el mundo y labramos nuestra salvación (cf. Flp., 2,12).

(...) Somos llamados hijos de Dios y lo somos de verdad (cf 1Jn 3,1); pero todavía no hemos sido manifestados con Cristo en aquella gloria (cf Col 3,4), en la que seremos semejantes a Dios, porque lo veremos tal cual es (cf 1Jn 3,2). Por tanto, «mientras habitamos en este cuerpo, vivimos en el destierro lejos del Señor» (2 Cor., 5,6), y ansiamos estar con Cristo (cf. Flp., 1,23).

(...) Y como no sabemos ni el día ni la hora, por aviso del Señor, debemos vigilar constantemente para que, terminado el único plazo de nuestra vida terrena (cf Hb 9,27), merezcamos ser contados entre los escogidos (cf Mt 25,31-46); no sea que, como aquellos siervos malos y perezosos (cf Mt 25,26), seamos arrojados al fuego eterno (cf Mt 25,41), a las tinieblas exteriores en donde «habrá llanto y rechinar de dientes» (Mt 22,13-25,30). En efecto, antes de reinar con Cristo glorioso, todos debemos comparecer «ante el tribunal de Cristo para dar cuenta cada cual según las obras buenas o malas que hizo en su vida mortal» (2Cor 5,10); y al fin del mundo «saldrán los que obraron el bien, para la resurrección de vida; los que obraron el mal, para la resurrección de condenación» (Jn 5,29; cf Mt 25,46).

Así, pues, hasta cuando el Señor venga revestido de majestad y acompañado de todos sus ángeles (cf Mt 25,3) y destruida la muerte le sean sometidas todas las cosas (cf 1Cor 15,26-27), algunos entre sus discípulos peregrinan en la tierra otros, ya difuntos, se purifican, mientras otros son glorificados contemplando claramente al mismo Dios, Uno y Trino, tal cual es; mas todos, aunque en grado y formas distintas, estamos unidos en fraterna caridad y cantamos el mismo himno de gloria a nuestro Dios. Así que la unión de los peregrinos con los hermanos que durmieron en la paz de Cristo, de ninguna manera se interrumpe; antes bien, según la constante fe de la Iglesia, se fortalece con la comunicación de los bienes espirituales.

Siempre creyó la Iglesia que los apóstoles y mártires de Cristo, por haber dado un supremo testimonio de fe y de amor con el derramamiento de su sangre, nos están íntimamente unidas; a ellos, junto con la Bienaventurada Virgen María y los santos ángeles, profesó peculiar veneración e imploró piadosamente el auxilio de su intercesión. A éstos, luego se unieron también otros, cuyo preclaro ejercicio de virtudes cristianas y cuyos divinos carismas lo hacían recomendables a la piadosa devoción e imitación de los fieles.

Al mirar la vida de quienes siguieron fielmente a Cristo, nuevos motivos nos impulsan a buscar la Ciudad futura (cf Hb 13,14-11,10), y al mismo tiempo aprendemos cuál sea, entre las mundanas vicisitudes, al camino seguro conforme al propio estado y condición de cada uno, que nos conduzca a la perfecta unión con Cristo, o sea a la santidad.

Este Sagrado Sínodo recibe con gran piedad tan venerable fe de nuestros antepasados acerca del consorcio vital con nuestros hermanos que están en la gloria celestial o aún están purificándose después de la muerte; y de nuevo confirma los decretos de los sagrados Concilios Niceno II, Florentino y Tridentino. Junto con esto, por su solicitud pastoral, exhorta a todos aquellos a quienes corresponde para que traten de apartar o corregir cualesquiera abusos, excesos o defectos que acaso se hubieran introducido y restauren todo conforme a la mejor alabanza de Cristo y de Dios. Enseñen, pues, a los fieles que el auténtico culto a los santos no consiste tanto en la multiplicidad de los actos exteriores cuanto en la intensidad de un amor práctico, por el cual para mayor bien nuestro y de la Iglesia, buscamos en los santos «el ejemplo de su vida, la participación de su intimidad y la ayuda de su intercesión».

(...) Cuando Cristo aparezca y se verifique la resurrección gloriosa de los muertos, la claridad de Dios iluminará la ciudad celeste y su Lumbrera será el Cordero (cf Ap 21,24). Entonces toda la Iglesia de los santos, en la suma beatitud de la caridad, adorará a Dios y «al Cordero que fue inmolado» (Ap 5,12), a una voz proclamando «Al que está sentado en el Trono y al Cordero: la alabanza el honor y la gloria y el imperio por los siglos de los siglos» (Ap 5,13-14).

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